El otro día, mientras mirábamos una foto, el heredero me preguntó si habías estado con tu bisabuelo.
Estuve, vino a conocerme a León, compartí cumpleaños con él, lo vi soplar velas, me dio propina los domingos, me apretó las manos. Y sentí su muerte, una de mis primeras muertes en esa carrera desesperada que comenzó con el abuelo que me dio su nombre.
Los niños, mis hijos, los vuestros, esa mesa de pequeños que ilumina el jueves, descubren la casa común en la que fuimos tan felices. Y que años después de su sacrificio ofrece motivo para que estemos juntos otra vez.
Y los que no están, también están.
Llegamos abanderando jirones por una calle pavimentada de añoranza. Ejercitamos la memoria mientras el tiempo pasado nos saluda desde un tren que parte raudo. Reinventamos Arzobispo Blanco como un museo digital de fotografías que no están en ninguna parte. Doscientas treinta y una estampas en las que reímos, comemos, jugamos, nos casamos, nos azoramos, cortejamos, nos bautizamos, celebramos, paseamos, comulgamos, nos miramos, farfullamos, nos coronamos de indios y sin duda ninguna, vivimos.
Encontramos un faro que seguir en estos días de ceniza y arena, cuando los aniversarios asoman por la esquina de aquella calle que fue, para muchos de nosotros, el teatro de nuestra felicidad.
Qué significa el pasado. Para qué nos sirve. Qué abrigo nos ofrece. Qué es.
El pasado no es nada, somos nosotros.
Dejemos de mirar al dedo, la luna resplandece, y está en la mirada de tu hermano, de tu hermana, de tu padre, de tu madre, de tus hijos, de tus primos, de todos nosotros.
No oiremos más aquello de que todo lo que somos se basa en lo que hemos sido. No habrá más tartas. Los pájaros ya no salen de las jaulas.
Pero los niños juegan, y ríen.
Y nosotros también.