No por esperados ni por temidos tardan más ni menos en llegar. Y como cada año desde hace tres, o mil, con la precisión del metrónomo, sin preparación alguna, me alcanzan en pleno rostro. De lleno.
Y veo las fotos, y leo aquellas líneas que escribí, y miro la pared de madera y caigo en un ensueño en el que lo único real son mis lágrimas, continuación de aquellas que cada agosto se despeñaban por mis mejillas. De vuelta a León o a la ciudad gris, en el coche, con mis padres y mi hermana, la ruina de la Vega del Ciego marcaba el inicio del pesar. Ellos, mis padres, pensaron siempre que era la pena por el verano que se escapaba, por el regreso a la rutina que cada septiembre se erguía como un muro. No, no era eso. Lloré y lloré cada fin de agosto por la angustia de pensar que quizá aquel verano sería de verdad el último en que mis abuelos me despidieran en la acera, o asomados a una ventana, encogidos y tristes.
Y hubo un verano que fue el último. Y un diciembre que fue la nada. Y el abril que fue el final.
Fue, es así.
Dicen que si la vida, que si lo natural, que si nosotros ya, que si sí.
No. No lo acepto. No quiero. No puedo.
Sólo pienso, sólo recuerdo, sólo los echo de menos.
Nada más.
Nada.