Hay periodistas que saltan en paracaídas sobre Laos, interrogan a medio millón de moribundos, están a punto de ser hechos prisioneros por el gran Tamerlán, pero vuelven a tiempo de ganar el Pulitzer, el Nobel y una Beca Juan Marcha. Otros periodistas se levantan cada mañana a las ocho menos cuarto, toman un café con leche largo y salen con cocje utilitario a tiempo de aparcarlo, si hay sitio, en el aparcamiento reservado. Suben a al redacción, se sientan a la mesa cotidiana, desenfundan las tijeras cotidianas, cortan, pegan, corrigen, cambien titulares, hablan de fútbol y de señoras, de sus hijos y sus parcelas, envejecen con la mesa, mueren antes y según los años de comensales de papel, merecen una gacetilla fúnebre en la que se exalta su espíritu de sacrificio y de servicio a la información.
Curiosa profesión que aglutina a supermanes y a oficinistas, a políticos y a campeones del juego de los "chinos".
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