Innisfree. Dos sonrisas a la entrada y las miradas chispeantes. Paredes blancas y calor de verdad. Ventanas de madera y vistas al Valle. Fréjoles con ternilla, huevo cocido y patatas fritas.
Borrachinos y
casadielles. El codillo mágico,
¡papá, tienes que aprender a cocinar esto!.
Subo al cementerio para verte.
Julio está cerca. Su recuerdo me estrangula y se enreda con el tuyo. Le diste clase. Te respetaba. Observo el valle, hacia Palaciós y Peral, mientras, se escurren los minutos y las lágrimas. Hace buen día y algunos árboles chispean flores. El tiempo es una apisonadora inclemente que día tras día confirma lo que ya sabemos: no se detiene ni en los relojes parados. Con los ojos azules, tieso, bien peinado, escoltado por el cariño y la devoción, con la bondad rebosándole, saludo a
Juan. Recuerdo aquellos billetes extraordinariamente nuevos que nos sellaba al final del verano. Sus teatrales encomiendas policiales que justificaban miles de veranos. La oficina repulida, la mesa llena de notas bajo el cristal. El museo de los recuerdos, ése que el tiempo no conquistará.
Andrés y yo tomamos sidra, ¡fantástica!, con el hombre de Peral. Visito la España de los años cincuenta, comparto un viaje épico por Aranda de Duero, los Sanfermines, una merluza en San Sebastián y un lechazo en Sepúlveda. Hay toreros que saludan desde el albero y guardias civiles con las cartucheras llenas de vino. El tiempo, ahora en un
Universal Geneve pescado desde una
Vespa.
Procesionamos a toda velocidad, como va siendo costumbre, a pesar de los (casi) noventa años. No hay nada mejor para vivir que tener ganas de vivir.
Me atizo un
McCallan mientras los cuatro charlamos de todo, ellos, descafeinado tras descafeinado. Unas faldillas invisibles nos colocan en casa aunque estemos en
la Palmera.
Esperamos la nieve y la conseguimos. Nos escolta en blanco el regreso a
Fort Apache, aumentado en dos horas por gentileza de todos nosotros.
El viaje no termina.