Busco mi Monument Valley, quiero ser John Ford. El espacio para la creación, para el alimento del alma, para respirar el aire puro que completa los pulmones como en una carcajada.
Encuentro lo que la fotografía muestra. Estoy perdido en un cuadro de Rothko, en la parte gris, emborronada la existencia y la cabeza. Pienso a cámara lenta, llamarlo pensamiento es un insulto a los que llegan a conclusiones desde un armazón inteligente de premisas, verdades, observaciones.
No hay luz en mi Valley, no hay camaradas, no hay The End, no está Ben Johnson. Quizá, tan solo, un continuará escrito con mano temblorosa, escasa de azúcar, con las yemas de los dedos frías. La puerta se cierra y me estoy quedando fuera, como aquel Ethan que descubre tras el viaje que su mundo ya no existe, o que este mundo ya no es para él. Ha vivido dentro de sí, para sus demonios, para su furia contenida alimentada por el recuerdo y la melancolía, el anhelo de lo que nunca tuvo.
No hay amaneceres restallantes, ni tarea más titánica que llegar al día siguiente, anhelando el Norte, el refugio en verde, el granito pulido.
La soga tira y quema, pero unas manos pequeñas y firmes me sujetan, me atosigan con su discurso que me enreda y me baja al suelo, a la arena, no puedes fallar, te necesito, empuja el columpio, cógeme que salto tres peldaños, te quiero muchísimo, no he probado todo el parque, súbeme a la red, no te comas mis galletas, no quiero más zumo, vale, vamos a casa.