24 enero 2006

Sólo dos (sexto)

El instinto de viejo cazador funciona sobreexcitado durante el trayecto hasta el Carlos. No han pasado veinticuatro horas desde el combate y sus oponentes están conociendo la verdad sobre la vida después de la muerte. El abanico de posibilidades abarca desde una limpieza de rastros hasta un burdo intento de incriminarlo, pasando por una reclamación rigurosamente tramitada de un cliente insatisfecho que esperaba más de los fulanos de la lycra. Mateo se deja llevar por el sol de febrero que radiografía cruelmente su caminar hasta el bar. La luz blanca muestra todos los defectos en el pavimento, en la calzada, en los coches, en las caras de las jóvenes, en las ropas de los viejos, en las grietas de los edificios, en toda la vida que pasa a su lado como una teleserie sobreiluminada, pobre y fea.
Mateo Escandón y Echeverría coinciden a la puerta del Carlos. Con un gesto del policía desisten de entrar y comienzan un paseo que los llevará por los restos del esplendor imperial de la ciudad plomiza hasta la escultura de Chillida que descansa olvidada.
- Mateo, ¿qué cojones pasa?.
- Y yo qué cojones se.
- Nos han llamado de la GAR para pedirnos información sobre un Alfa 159 con alerón amarillo y serigrafías de fuego. Unos senderistas lo han encontrado con dos fiambres dentro un poco después de amanecer, cerca de la Santa Espina.
- ¿Ahora colaboráis con la policía autonómica?.
- Siempre, los cuerpos y fuerzas de seguridad de los estados siempre colaboramos por el bien común.
- Para servir y proteger.
- No me líes. ¿Tienes algo que ver?
- Joder, si no me ha dado tiempo a asimilar lo que pasó. Fue ayer a las seis de la tarde. Después cené con Ladislao y llegué a casa pronto, sobre las doce y media. Ya te lo habrán confirmado los hombres de Pozurama que custodian el domicilio de Roberto España.
- No me han confirmado nada porque antes de preguntar quería hablar contigo. La investigación es de la GAR, que son los que se han encontrado a tus amigos.
- Me voy.
- Ten cuidado.
- Gracias, amigo.
Mateo apresura el paso camino del hogar. El mediodía cayó hace una hora y el viejo cazador necesita del calor del refugio para repasar las últimas veinticuatro horas. Las familias pastorean a los hijos que ya están disfrazados desde lo más temprano del sábado, convirtiendo la mañana en un teatro tan irreal como cierto, con aderezos de osito, de perrito y de caballito, garantías peludas contra la hipotermia. La ciudad mira hacia arriba, no quiere cloacas, piensa que las mierdas que son canalizadas, depuradas y vertidas no proceden de su proceso constante y cíclico de vida y muerte. La civilización alcanza un grado de progreso tal que los saneamientos se han convertido en fábricas de agua casi mineral y los servicios de tratamiento de basura recogen desechos delicadamente seleccionados y empaquetados para devolver energía y materias primas para las industrias del plástico de todos los tipos, colores, texturas, olores y sabores. El consumo es ya una pequeña parte del proceso completo de transformación de la mierda en bienes y viceversa.
A mierda le huele a Mateo el asunto de los hombres en lycra. Se acerca al portal y cuando introduce la llave en la cerradura advierte que no ha visto escoltas ni servicios de contravigilancia ni policías municipales ni guardas autómicos rurales ni fuerzas de intervención rápida de la Unión Europea ni siquiera fuerzas de pacificación de la ONU. Al entrar en el portal tampoco ha visto el mango del azadón que baja raudo hacia su occipital. Al menos lo ha sentido. Un calor espeso le baja por el cuello cuando su codo frena la caída de su cuerpo contra el segundo peldaño de la escalera. Se revuelve muuuuuy lentamente para ver qué pasa e instintivamente, siempre el instinto, se cubre la cara con el brazo izquierdo que recibe un tremendo estacazo.
Intuye dos sombras que se disuelven en el fogonazo del portal que se abre para dejarlo sólo con su estupefacción y su dolor. Se levanta escupiendo rabia, cansancio y muchas dudas. Tantas dudas como estrellas pueblan el firmamento de su dolor de cabeza, que le resulta tan entrañable como el corte del codo y el hematoma del antebrazo.
Arrastrándose contra la pared de la escalera llega a su buhardilla que lo espera con la puerta abierta y un desorden sólo comparable a las ganas de desmayarse que lo acometen. Cierra con un golpe de cadera y elige el sofá para desplomarse a cámara lenta.
Un sueño recurrente que tiene reservado para los descansos postraumáticos lo coloca en unos ejercicios en la clase de educación física de finales de la educación general básica. Siempre el mismo sueño, un balón que rueda por el suelo, un tropiezo, la caída de espaldas sobre el balón y un recuerdo falso de un dolor intenso que le paraliza el gesto de levantarse. Con los ojos cegados por la luz gris del cielo encapotado, sus compañeros de juegos se arrojan sobre él hasta que su vista se zurce con estrellas amarillas que revolotean alrededor de sus deseos de despertarse. La congoja no lo deja gritar y el peso de las bestias escolares lo va matando poco a poco. Si por lo menos dejara de sonar el timbre podría morirse tranquilo y en silencio.
El timbre es un abejorro metálico que descarga su canción como una avalancha de furia rencorosa. Mateo se despierta pero el timbre no cesa.
- ¿Quién es?
- Abra, por favor.
- ¿Quién es?
- Ábrame, por favor.
La voz femenina que ruega detrás de la puerta lacada es firme a pesar de la angustia que la porta en segundo plano. Con una pátina de terciopelo que sólo pueden dar años de fumar sereno, la voz levanta a Mateo y a sus heridas casi coaguladas y lo transporta mecido por las sirenas del riesgo como un pelele. La mirilla es una chapa de latón perforado del tamaño de un tomate grande. Al otro lado, unos ojos almendrados de color caramelo y vestidos con las pestañas más bonitas que haya visto jamás le suplican mientras la voz le pide que abra.
Mateo relaja sus instintos, cede y abre la puerta.
- Buenas noches. ¿Es usted Mateo Escandón?. Soy Carmela Fernández-Rovira y necesito ayuda.