27 enero 2006

Sólo dos (séptimo)

La mujer tiene presencia, eso es, presencia, una presencia macerada en generaciones de deportes de invierno y de verano, de cremas hidratantes, exfoliantes y decapantes, de ensaladas templadas y besugos a la espalda para cenar y de gimnasios sólo aptos para contribuyentes que jueguen al tramo superior del antiguo IRPF. No sólo presencia, el cuerpo está moldeado en madera noble de la mejor calidad, con un acabado en las curvas como sólo la naturaleza puede presentar, eso sí, cada veinticinco generaciones. La piel es perfecta, brillante y tersa, sin menoscabo de los jirones que ha dejado la edad, en los albores de la cuarenta según los cálculos que con ojo de tratante de ganado hace Mateo mientras se palpa la costra sanguinolenta de la nuca.
Mateo tiene que revisar la buhardilla que se encontró con la puerta abierta, que atender a Carmela Fernández-Rovira, que examinarse y evaluar los daños infringidos a su cuerpo, y terminar de examinar y evaluar el cuerpo de Carmela, tarea esta última que le provoca un reparto de la sangre en su cuerpo que no pasa inadvertido para ella. Una educación remachada durante siglos sella la boca femenina aunque los ojos enormes se ponen brillantes con la esperanza de futuros encuentros en la zona íntima de la existencia.
- Perdone, ¿qué quiere?. Observará que no es buen momento.
- Vengo por recomendación de nuestro buen amigo común Ladislao. Mi hermano pequeño ha desaparecido.
- ¿Y para qué tenemos a la policía?
- Por favor.
- Pase y siéntese.
- ¿Podemos tutearnos?
- Desde luego. El trato de Vd. me resulta tan tedioso como una traducción simultánea.
- ¿Qué le ha pasado? ¿se ha caído?.
- Digamos que he formado parte de un ensayo de resistencia de un mango de azadón. ¿Qué hora es?.
- Las cuatro de la tarde.
- Joder. Perdón. ¿Quieres tomar algo? ¿Un refresco? ¿una copa? ¿café?.
- Un café estaría bien.
- Pues tendrás que hacértelo, voy a repasarme las heridas.
- Dejaremos el café para después, ¿tienes botiquín?.
- En el cuarto de baño.
- Vamos a ver.
Las manos de Carmela dispensan bálsamo y fuego en la nuca, el antebrazo y el codo de Mateo, que a su vez lucha contra los síntomas evidentes de la pulsión sexual que intenta aflorar un poco más debajo de su cinturón. Afortunadamente para Mateo, el dolor de cabeza afloja sus instintos y pospone el momento de las excusas absurdas.
- Parece que las heridas están un poco más presentables, aunque debieras ir a Urgencias a que te echaran un vistazo más profesional.
- Dudo que pueda haber vistazos más profesionales que los que me acabas de dedicar. Vamos al grano, ¿qué necesitas?.
- Mi hermano no ha venido a dormir esta noche a casa y mi madre y yo estamos muy preocupadas. Aunque no sea un compendio de virtudes, no tiene entre sus defectos desaparecer sin rastro. Los jueves tengo por costumbre cenar con mi madre y con él y no solemos faltar a la cita.
- Es un poco pronto para inquietarse. ¿Puedes describir a tu hermano?.
- Tiene ventidós años. Traigo una fotografía.
Carmela saca su cartera del bolso, ambos a juego, todo en conjunción con las botas negras y el cinturón que abraza su cadera. Piel de verdad, tan irreal como la de ella, de un mundo al que Mateo sólo accede cuando le encargan bucear entre las miserias de lo que antes fue la burguesía y ahora es el reducto de los que no viven ni de un sueldo ni de dos. Mateo ha conocido muchas Carmelas, aunque ninguna despedía la fragancia templada en una cierta desesperanza que no acaba de identificar. Unos dedos perfectos, con alguna cicatriz, quizá fruto de un percance fuera de pista, maniobran entre la piel finísima del portadocumentos para extraer una fotografía en color de un muchacho atlético.
- Aquí la tienes. Es reciente, de hace un par de meses, cuando fuimos a esquiar a Francia.
El sudor brota repentinamente en la frente de Mateo. El de la foto es Muñequitas, el gilipollas que intentó agredirle el jueves por la tarde.

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