06 noviembre 2005

Frío

Estímulo que nos paraliza en la cama y que una vez levantados nos hace contonearnos como gatos.
Enciendo la calefacción buscando un refugio contra el invierno. Soy del Norte, nací en León y cada vez me gusta menos el frío, a pesar de todo lo que disfruté con las formas de mi aliento en la parada del autobús de la plaza de Santo Domingo. El día que estrené corrección para la miopía pude disfrutar de un luminoso día nevado. Aún me estremece la nitidez con la que me saludaron los campos que rodeaban el colegio. Es un recuerdo cincelado con grados bajo cero, con un martillo implacable que me encoge las entrañas en su repicar metálico. En un decorado como de Doctor Zhivago encarábamos la forja en frío de los Jesuitas, enterrados en verdugos de lana y con los dedos tiesos como porcelanas rojas.
Además, la nieve absorbe el sonido de manera excelente, de forma que los paisajes intensamente nevados se convierten en mudos devoradores de ecos. Es extraño, fuera de nuestraos estereotipos que esperan ruidos por todas partes, en los campos nevados sólo tenemos nuestra respiración y el sonido de patatas fritas de nuestras botas mancillando la nieve.
Recuerdo la segunda etapa leonesa, dando tumbos por Riaño, mecido por Loreena McKennitt y su arpa, camino del borde de la meseta, en un desfile por el precipicio de las ilusiones de la veintena que nunca llegaron más que en forma de ojos azules, y que ahora corretean por el pasillo.