11 octubre 2005

Los simpáticos


Mientras que a mi hija le duele el cerebro, a los demás nos duele la cabeza. Será porque nosotros no tenemos nada dentro de la cabeza, al contrario que ella. Tendemos a pensar que los niños son simples, que tratan de satisfacer instintos más o menos primarios. No hay más que verlos beber agua. Hasta que jadean o se sacian. No es así. Al contrario, elaboran intrincados razonamientos para tratar de entender el mundo éste al que los hemos arrojado. Qué duro aterrizaje. Mi hijo estuvo meses cavilando hasta que descubrió que los juguetes con los que se dormía iban de su cama hasta la mesa transportados por su padre. Hasta ese día aguantó en silencio las dudas sobre tan magno acontecimiento.

Les decimos que los queremos más que a nada en el mundo, pero desaparecemos por la mañana para regresar por la noche. Claro, luego dibujan a la familia y se les olvida el monigote del padre. Toma nota. Reclaman nuestra atención en ristras interminables de porqués, sin importarles siempre la respuesta, sólo nuestra mirada y nuestra voz. Durante noches y noches les contamos el mismo cuento, sin que se quejen de nuestra monotonía, quieren nuestra dedicación.

Tienen sus defensas. En la foto, tras rogarles que miraran a la cámara, obtuve esa magnífica composición de sus espaldas con los rojos de los trajes y de la pintura en el muelle de Camelle. Miran al mar abierto, al océano, de donde surgen las leyendas y los sueños infantiles. Qué otra cosa podemos esperar una niña que mira a lo lejos a través de simpáticos, en vez de usar prismáticos, como todo el mundo.