21 julio 2006

Ventiuno de julio de mil novecientos treinta y seis

Vencen setenta años desde que el tío apresurado nació en Olmedo. Hace años que ya no es moreno, pero sigue teniendo la misma impaciencia. Hemos pasado, a toda velocidad, por la música clásica, las sevillanas, el flamenco, la copla, el corrido y la ranchera. Leímos mano a mano la Historia de España, la de Tuñon, Domínguez Ortiz y él mismo, y también le dimos matarile a un jarrón en Fósforo-8. Me parece que mira con un poso triste al siglo que fue injusto con su padre y su madre y tantos otros. Aún así, nunca le vuelve la cara al día, a la dialéctica, al deber. Medallista destacado en la competición del trabajo, también plusmarquista en la ejecución de fotocopias, corre, siempre corriendo, entre los rezos a Santa Isabel la Católica y la pasión por mis hermanos pequeños. Peatón protagonista de épicos paseos por la Historia, un día se puso un frac y dirigió una orquesta de viejos académicos que escucharon que España tenía raíces ya desde la Edad Media. En un torbellino de datos extraídos de las canteras polvorientas de archivos y bibliotecas nos convenció de que ser español tenía cimentación sólida aunque tampoco era necesario matarse por ello.
Los Trastámara comen con él y Fernando III lo visita cada noche, aunque los revolcones de Amba por el salón le interesan más que el recuento de maravedís de la Hacienda Real, creo yo. Instalado en la estructura fantástica montada por María Elena, alegre, firme y vitalista como ninguna, vive regalando su magisterio porque extravió la palabra no en el huracán de su despacho. Además, sus amigos lo escoltan desde que los niños posaban con mapamundis y fotos de santos a la espalda, sin dar un paso atrás cuando la plaga intenta colarse por debajo de la puerta.
Felicidades, Julio.