20 julio 2006

Cuenca

El verano regala sol cuando debiera ser de noche. Viajo a Cuenca entre tormentas, obras, ensoñaciones y un nudo en el estómago.
El paisaje se zurce entre cereal, barbecho y una autopista en ciernes. Un señalista mecánico luce ropa de trabajo gastada y su compañero lo imita nervioso al final de la chicane. Los girasoles me reverencian aunque sus hermanos del otro lado de la carretera me dan la espalda. Antropoformizamos la naturaleza y nos lo agradece con un desdén pausado, como de otro siglo. Se intuye una serranía valiente y fresca, y los caminos señalan Huete, el pueblo de mi amigo. Dedico cuarenta kilómetros a repasar los momentos que pasamos juntos, lo mucho que hablamos y reímos, lo bien que nos entendemos, los Montecristos para jíbaros fumados al calor del frío. Nos abrió su casa y se lo pagamos (casi) vaciándole la piscina. El martes, a rebufo de un pálpito, me dejó una promesa de un reencuentro. Viajo con ella.
El regreso es apresurado, entre el calor y la certeza de un futuro de piedra con dos letanías golpeándome en las dudas.