23 abril 2006

Entierros

Los entierros tienen una fisicidad rotunda que concreta aún más el poder de la muerte. Cuando más tocada está el alma de los que acompañan, más fuertes se oyen las voces del enterrador y sus ayudantes, más roza la caja con el borde de la tumba, más limpia es la luz y más claro el aire. Rampas imposibles nos llevan hasta allí, con el reflejo de la tarde rebotando entre las tapias y las siebes, y el verde asomando tras cada recodo. En Asturias, los árboles y los prados confirman la certeza del fin. Que también es un comienzo, para los que se quedan, aturdidos contra los mausoleos de mármol, dando tumbos entre los cipreses y los caminos de grava. Hombres como castillos con el rostro arrebatado y un dolor real en el pecho, mujeres envueltas en abandono, jóvenes descubriendo la estafa de la vida, y los niños a buen recaudo, en casa, escondidos, ajenos al cierre del círculo que llaman de la vida, pero que en verdad lo es también de la muerte.
Las familias se reúnen de nuevo, en un hogar de granito o de mármol, y los vivos se graban los recuerdos a fuego para no olvidar nunca.
Nunca, Julián.