30 enero 2006

Sólo dos (noveno)

Carmela no llama a Mateo. En el salón de su casa comparte con su madre el desgarro que supone la amputación de un hijo, arrancado para siempre de este mundo donde habita la certeza de la vida. Su madre se encoge en el sofá mientras toma algunos tranquilizantes que su hija le entrega con mano temblorosa. Carmela observa envejecer a su madre, repentinamente, como si hubiera salido de un Sangri-lá en el que cuidaba su pequeño mundo interior conformado por los recuerdos de su marido, el cariño de su hija y los trompicones del hijo. Desde siempre comprendió que Alejandro no era como Carmela, más alocado, menos listo, también mucho menos inteligente, con un gusto por la trasgresión que proporcionó a su madre muchas noches en vela esperándolo. A pesar de todo, los recuerdos golpean el pecho de la madre y son postales en technicolor de una vida ideal con sus hijos, hospedados en un bienestar económico y sentimental que los aislaba todos los ruidos que pudieran llegar desde fuera. Su mundo está roto, y su mirada se muere mientras suplica a Carmela que se cuide, que no podrá soportar otra pérdida. Carmela le asegura que los asesinos pagarán por ello, pero a su madre no le importa, no quiere asesinos en la cárcel o muertos, sólo quiere volver a Sangri-lá.
Tras una llamada al administrador para encargarle la organización de un sencillo funeral tras la cremación de Alejandro, Carmela acuesta a su madre, ya desactivada por los tranquilizantes, y se mete en la cama con ella, buscando el calor que sólo las madres dan, ese calor espeso, inagotable y cierto, y que Carmela necesita para armar su entereza para los días que se avecinan.
A las nueve de la noche Mateo comprende que Carmela no se pondrá en contacto con él. Pospone las llamadas a Echeverría hasta el sábado, se acomoda en el sofá para ver, por enésima vez, Hana-bi, del maestro Kitano. Con Yoshitaka Nishi y su esposa Miyuki emprenderá un viaje hasta el límite del mar donde unos disparos fuera de campo clausuran unas vidas llenas de sufrimiento.
Es sábado por la mañana y los dolores de Mateo quedan circunscritos a los hematomas de los brazos. Su duro occipital no presenta daños secundarios y el dolor de cabeza desapareció hace horas entre la música de Hisaishi.
- Echeverría.
- Mateo, buenos días, por decir algo.
- ¿Estás en casa?.
- Sí, y jodido, ayer me cascaron en el portal.
- ¿Y la escolta de Roberto España?.
- Buena pregunta.
- ¿Estás bien?.
- Como si me hubiera caído por las escaleras, pero bien.
- Te invito a desayunar.
- A las diez en el Hotel Imperial.
- De acuerdo.
Mateo emprende el ritual del aseo y afeitado en el que tanto le gusta recrearse. Se ducha con la bañera con una cuarta de agua, para que el vapor le abra caminos a las toxinas que se agazapan en su cuerpo. Un afeitado meticuloso, con maquinilla nueva, es preámbulo a un masaje cremoso que le devuelve las esperanzas de tener días buenos.
La ciudad se despierta bajos los efectos de una helada criminal, paralizada por un frío que entumece los músculos, los sentidos y los sentimientos. En el trayecto hasta el Imperial Mateo cuenta más de ocho franquicias hosteleras, de nombres estúpidos, raciones ralas y camareros de allende los mares. Las hay para tomar cafés, tapas, paellas, pinchos morunos e incluso de lechazo. Los nombres de los locales tienden a terminar en alia, como las concesiones de servicios municipales de agua o de recogida de basuras, homogeneizando lo que por su naturaleza debiera ser distinto. Los bares, tascas y tabernas siempre han vivido de su especificidad, de su localismo aferrado a las características únicas en la preparación de los diferentes avituallamientos que el urbanita se establece para ir caminando por las mañanas, las tardes, las noches y las madrugadas. Las franquicias son salvavidas de emergencia a los que se agarran quienes han perdido el sentido de la orientación y de la navegación por los mundos de Dios y del diablo y que sólo saben alternar y comprar en un bar o una tienda iguales a otro bar o a otra tienda.
Con el pensamiento anclado a los desayunos de sartén que sirven en el Alarcón, y a punto de entrar en el Imperial, el teléfono empieza a palpitarle al lado del corazón.
- A ver.
- Soy Carmela Fernández-Rovira. Necesito hablar con usted.
El halo de tristeza queda sujeto por la firmeza de las mujeres de bandera compendiadas en el paradigma Carmela.
- Dime.
- Han asesinado a Alejandro. Quiero verte.
- Tú dirás.
- Ahora tengo que organizar el final administrativo de mi hermano, te llamo más tarde.
- A tu disposición.
Carmela ventila en dos palabras todo el proceso que acompaña el tránsito desde la defunción hasta el acomodo de las cenizas en el panteón familiar. Mateo siente un temblor en los cimientos de las seguridades edificadas en años de lucha sorda contra sus principios, un estremecimiento que augura días difíciles y muy largos. Empieza a haber demasiadas bifurcaciones en un asunto que empezó como gimnasia en un callejón y que se acelera por momentos.
- Buenas, Echeve.
- Hola, Mateo.
- ¿Qué vas a desayunar?.
- Un Rioja y una ración de jamón ibérico.
- Este es mi Mateo.
- El desayuno mediterráneo de ayer me levantó dolor de cabeza.

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