29 enero 2006

Sólo dos (octavo)

- El muchacho parece mayor de edad.
- Tiene veintidós años. Se llama Alejandro.
- Ya sabes como son los jueves, y encima en víspera de Carnaval. Seguro que está…
El sonido del móvil de Carmela interrumpe la frase hecha, dejando a Mateo tieso, sudoroso y perdido.
- Soy yo.
Ella se aparta hacia la ventana y se gira para mantener la conversación en privado, sin importunar a Mateo.
- Es mi madre, dice que la han llamado de la policía, está muy nerviosa y les ha dicho que se pongan en contacto conmigo.
- ¿Le han dicho para qué?
- No. Que me llamarían a mí.
Mateo gira sobre si mismo como una peonza rota para esconderse en el cuarto de baño farfullando algo sobre la limpieza y sus heridas y demás estupideces. El instinto le grita que desaparezca, que corte cualquier tipo de relación profesional o personal con Carmela, que se vaya a Misiones, que se esconda en Lindes hasta que aparezca el asesino de Kennedy. El instinto brama por imponer su ley frente al superinstinto del león que mata a sus cachorros para continuar la coyunda con la hembra bloqueada por la lactancia. Mateo se arroja en la ducha, el agua fría debe ponerlo en la senda del cavilar sereno, pero afuera está ella, esencia concentrada de todos los lujos y todas las perversiones, de todos los amores y todos los desamores y todos los recuerdos de las mujeres que se han cruzado con él mientras a trompicones recorría su senda en la Historia.
Mientras Mateo se ducha, Carmela espera impaciente la llamada que se produce cuando el Huyghens clava las seis de la tarde.
- Soy yo, dígame.
- (…)
- Enseguida voy.
Mateo sale del baño envuelto en un albornoz que fue azul oscuro con destino al dormitorio. Carmela se pone el abrigo y se dirige rauda hacia la puerta de la buhardilla.
- ¿Me ayudarás?
- Por supuesto. Toma mi tarjeta, ahí tienes mi número.
Carmela abandona la buhardilla dejando el tiempo detenido, las gotas de agua que caen del pelo de Mateo se quedan en el aire como burbujas de un cóctel de peligro, deseo y horror a partes iguales. El dolor de cabeza baja a cotas soportables y deja el terreno libre para que la máquina de pensar que cruje dentro del cráneo de Mateo pueda establecer un escenario temporal y espacial de las últimas veinticuatro horas. Hay que buscar personajes principales y secundarios, una trama, un nudo, unos porqués, algo que permita prever un desenlace. Hay que darle forma a los personajes.
- Ladislao, soy Mateo.
- (…)
- Me ha visitado Carmela Fernández-Rovira. Dame referencias.
- (…).
- Me puede sonar, claro, de la televisión, cuando la desaparición de su marido.
- (…).
- Y muerte, ya me acuerdo.
- (…)
- Y ahora se pone nerviosa porque su hermano pequeño, el macarra, no va a cenar un jueves.
- (…).
- Lo entiendo. Hablaré con Echeverría, pero aún es un poco pronto.
- (…).
- La ha llamado la policía. Mal asunto. Ha quedado en que me llamaría.
- (…).
- Sin problemas de pasta. Qué bien.
- (…).
- Un abrazo.
Mateo se prepara para oficiar la liturgia de un viernes sin apetito, esperando en el sofá la llamada de Carmela que no tardará. Estará llegando al Anatómico-Forense, dependencia escondida a las faldas de la Residencia que fabrica usuarios satisfechos donde antes había enfermos quejosos de un sistema reventado de éxito. En el ala norte, con buen aparcamiento para dejar su Audi impecable, Carmela se acerca a la segunda lección sobre la muerte con aplicación práctica en otro hombre de su familia. Tras su esposo, asesinado hace dos años tras varios días de secuestro en Kazajstán, ahora se encontrará con su hermano frío dentro de una bandeja de acero inoxidable, reposando en un nicho refrigerado del depósito de cadáveres. Con una dureza que esconde una pena infinita reconocerá el cuerpo de Alejandro Fernández-Rovira Alonso, el bachiller descarriado que pasó de los colegios privados sin concertar a las amistades desconcertantes que lo acompañaron en unos años de disfrute, de diversión subvencionada por los dineros familiares y de paseos por los márgenes del código Penal, apartado faltas.
La presencia imponente de Carmela coarta a los los funcionarios de dar explicaciones sobre la muerte del muchacho. Unos filos expertos, decididos, manejados con mano impía, han respetado sólo el rostro de la criatura, dejando el resto del cuerpo hecho chacina. Un rostro infantil sobre un montón de carne procesada y huesos rotos. Carmela se tambalea imperceptiblemente ante los ojos ciegos de los funcionarios, firma cuanto le ponen por delante y sale a fumar bajo la helada inclemente que enseña sus aguijones en el atardecer sombrío. Ahora tiene que ir al pisazo familiar a decirle a su madre que el hombre de su vida está muerto.

También en Sólo dos.