17 noviembre 2005

Velocidades

Hay un anuncio fantástico sobre un medicamento que alivia los síntomas del catarro. La protagonista resfriada se mueve como si estuviera debajo del agua, mientras que su entorno está poseído por la prisa y el pánico.

La muchacha consigue curarse con el potingue y se sube al tren del frenesí en el que viajan sus compañeros. Pobre. No se da cuenta de lo que hace, pero la publicidad es poderosa. Está sufragada por los que fabrican por kilos y venden por miligramos. Aportan su granito de arena al saneamiento de las arcas públicas por la vía de la automedicación, de forma que liberamos al médico de cabecera del tedio de la consulta y la receta.

Nos quieren convencer de que sólo deprisa/deprisa llegaremos a realizarnos, cuando no hay acción más vacía que ésta. La búsqueda espasmódica de la meta móvil, inalcanzable, es una zanahoria dulce que mueve el mundo en giro sobre si mismo y que nos conduce, de manera irrevocable, al muro, al pasmo, al vacío, al susto.

Mi padre me hizo notar hace años el ritmo perfecto con el que las personas de edad pedalean en bicicleta. Centauros con ruedas de radios y pinzas en los tobillos que saben de dónde vienen y a qué destino se dirigen. Siempre en armonía con el camino y los álamos que lo jalonan. Sin medicamentos raros ni consejos del farmacéutico.