Y Sánchez Bolín perdió el teléfono móvil
Los jueves, milagro.
Si crees que recoger el certificado de empresa y cortarte el pelo al uno es lo mejor que te puede pasar un ocho de junio, es mejor que leas lo que sigue.
Una llamada de teléfono te pondrá en marcha y correrás a casa para rescatar el pasaporte, los billetes verdes y las camisetas negras. El billete de avión será cosa de un iPhonazo, quizá desde el Cassandra, y el de AVE vendrá desde la impresora al lado de la mesa del tapete verde. Y llegará el viernes y todo empezará.
El bar es añejo y ofrece jijas con huevos como contribución la dieta posposposmoderna. Me tomo un café con mi madre y todo es Innisfree, un intervalo de tiempo detenido en el bosquejo de un viaje tras otro.
Quedo con F. en la piscina donde entrenan los toreros y después planearemos en el metal rojo, a cielo abierto, envueltos en Mattafix. Olvido comprar el survival kit y me siento a metro y medio de Esther Castañas, que representará, en exclusiva para la bisnesclas, Mantecada para Dos.
Fui un niño que soñó con aviones, que supo sus nombres, que los dibujó mal, y cuyo miedo venció a la ilusión. Años después, derrotado el pánico tras dos viajes a Chile, F. me bautizó donde el Duero se sube al Pisuerga y volví a soñar.
Si tienes el despacho en el cockpit de un Airbus y no tienes más pasillos que los del cielo y sus nubes y si te invitan a compartir el momento supremo en el que la pista se acaba y el suelo se aleja de ti, entonces serás niño otra vez. Y eso nunca se lo agradecerás lo bastante al Comandante C. T. y a su Segundo F.V., jinetes del caballo de acero y aluminio que persiguen los rastros que llevan al Oyster Bar.
Cruzamos el océano huyendo del futuro inexistente y, mientras leo a Dashiell Hammett, el mito nos llama. La tormenta cierra JFK y partimos a Maine, la tierra que vio nacer a John Ford. La prudencia no me dejó besar el suelo de Bangor, pero respiré su aire y vi sus bosques tremendos y la potencia descomunal de la USAF y sus aviones grises. Es lo más cerca que estaré nunca de la tierra donde nació John Ford, aquel tierno gruñón borracho que hacía westerns, ya desconocido entre muchos. Pero esa bocanada de aire húmedo capturada tras la tormenta es para mí.
Excuse me, excuse me es una forma como otra cualquiera de anticipar un abrazo con J., ahí en la mismitita calle 42. Comemos en la madrugada de Gotham de camino a un bar irlandés (tras intento fallido en un desquiciado McFadden’s) donde mis hermanos y yo afrontamos la tarea (a man’s job) de aligerar de cerveza las reservas de la ciudad.
La mañana del viernes es shopping time y una carrera hasta el Spanish Harlem. Una clase de historia de España, con su Felipe II y todo, en el estupor de un todero y estamos listos para atacar otro bar más, esta vez cubano. Y discutimos sobre este país que queremos y que odiamos, que es nuestra casa y nuestro cadalso. Unas Presidentes más tarde (todo evoca la literatura que nos nutre, la música que nos salva, el cine que nos fascina) corremos hasta el JG Melon, catedral de la Hamburger donde me zampo un Roast Beef Sandwich y me quedo como dios. F. descansa en el hotel y J. me regala un paseo por la conversación inteligente, inigualable y, por tanto, inolvidable.
Aprovecho para perder el móvil con sus fotos y todo. J. consigue descargar la batería del suyo y con un teléfono para tres nos vamos a un restaurante argentino donde comemos buena carne y yo demuestro que la Gestión de la propina como elemento de estímulo empresarial es una asignatura que me debí de perder. Mis hermanos y M. (mi dulce profesora) resuelven con elegancia mi torpeza y partimos hacia otro bar irlandés. Rellenamos de billetes verdes un jukebox con pantalla LCD. Cuando la tormenta arrecia en la calle J. me habla y yo lo escucho y pienso qué más se puede pedir a un viernes de junio: nada.
Bueno, sí. Que los bares de Nueva York no cierren a las cuatro. O al menos, que alguien nos explique porqué.
Dormimos los tres juntos, como en aquellos ejercicios espirituales a los que yo no iba para estar con J. y F. Y así nos levantamos camino de Pershing Square para desayunar un Steak & Eggs que nos pone en nuestro sitio. F. y yo vamos al sur, al encuentro los Hare Krishna, hare, hare. En Union Square hay un mercado de frutas y verduras de la región, una tienda de deportes cojonuda y el itinerario bajo la lluvia al encuentro de J.
Nos reímos como nunca o como siempre antes, durante la comida en el coreano y después, paseando por la Quinta Avenida. J. y yo subimos al Spanish Harlem para despedirme de la dulce profesora, en verano, sin botas.
Día de Puerto Rico. Tarde de barbacoas; de reguetones; de policías y vallas; de rojo, blanco y azul; de respirar el sábado por la tarde; de repetir mis pasos de invierno; de llamar tres veces; de despedirme de esta ciudad que me tiene embriagado.
Volveré, tengo que encontrar mi book of shadows.
Si crees que recoger el certificado de empresa y cortarte el pelo al uno es lo mejor que te puede pasar un ocho de junio, es mejor que leas lo que sigue.
Una llamada de teléfono te pondrá en marcha y correrás a casa para rescatar el pasaporte, los billetes verdes y las camisetas negras. El billete de avión será cosa de un iPhonazo, quizá desde el Cassandra, y el de AVE vendrá desde la impresora al lado de la mesa del tapete verde. Y llegará el viernes y todo empezará.
El bar es añejo y ofrece jijas con huevos como contribución la dieta posposposmoderna. Me tomo un café con mi madre y todo es Innisfree, un intervalo de tiempo detenido en el bosquejo de un viaje tras otro.
Quedo con F. en la piscina donde entrenan los toreros y después planearemos en el metal rojo, a cielo abierto, envueltos en Mattafix. Olvido comprar el survival kit y me siento a metro y medio de Esther Castañas, que representará, en exclusiva para la bisnesclas, Mantecada para Dos.
Fui un niño que soñó con aviones, que supo sus nombres, que los dibujó mal, y cuyo miedo venció a la ilusión. Años después, derrotado el pánico tras dos viajes a Chile, F. me bautizó donde el Duero se sube al Pisuerga y volví a soñar.
Si tienes el despacho en el cockpit de un Airbus y no tienes más pasillos que los del cielo y sus nubes y si te invitan a compartir el momento supremo en el que la pista se acaba y el suelo se aleja de ti, entonces serás niño otra vez. Y eso nunca se lo agradecerás lo bastante al Comandante C. T. y a su Segundo F.V., jinetes del caballo de acero y aluminio que persiguen los rastros que llevan al Oyster Bar.
Cruzamos el océano huyendo del futuro inexistente y, mientras leo a Dashiell Hammett, el mito nos llama. La tormenta cierra JFK y partimos a Maine, la tierra que vio nacer a John Ford. La prudencia no me dejó besar el suelo de Bangor, pero respiré su aire y vi sus bosques tremendos y la potencia descomunal de la USAF y sus aviones grises. Es lo más cerca que estaré nunca de la tierra donde nació John Ford, aquel tierno gruñón borracho que hacía westerns, ya desconocido entre muchos. Pero esa bocanada de aire húmedo capturada tras la tormenta es para mí.
Excuse me, excuse me es una forma como otra cualquiera de anticipar un abrazo con J., ahí en la mismitita calle 42. Comemos en la madrugada de Gotham de camino a un bar irlandés (tras intento fallido en un desquiciado McFadden’s) donde mis hermanos y yo afrontamos la tarea (a man’s job) de aligerar de cerveza las reservas de la ciudad.
La mañana del viernes es shopping time y una carrera hasta el Spanish Harlem. Una clase de historia de España, con su Felipe II y todo, en el estupor de un todero y estamos listos para atacar otro bar más, esta vez cubano. Y discutimos sobre este país que queremos y que odiamos, que es nuestra casa y nuestro cadalso. Unas Presidentes más tarde (todo evoca la literatura que nos nutre, la música que nos salva, el cine que nos fascina) corremos hasta el JG Melon, catedral de la Hamburger donde me zampo un Roast Beef Sandwich y me quedo como dios. F. descansa en el hotel y J. me regala un paseo por la conversación inteligente, inigualable y, por tanto, inolvidable.
Aprovecho para perder el móvil con sus fotos y todo. J. consigue descargar la batería del suyo y con un teléfono para tres nos vamos a un restaurante argentino donde comemos buena carne y yo demuestro que la Gestión de la propina como elemento de estímulo empresarial es una asignatura que me debí de perder. Mis hermanos y M. (mi dulce profesora) resuelven con elegancia mi torpeza y partimos hacia otro bar irlandés. Rellenamos de billetes verdes un jukebox con pantalla LCD. Cuando la tormenta arrecia en la calle J. me habla y yo lo escucho y pienso qué más se puede pedir a un viernes de junio: nada.
Bueno, sí. Que los bares de Nueva York no cierren a las cuatro. O al menos, que alguien nos explique porqué.
Dormimos los tres juntos, como en aquellos ejercicios espirituales a los que yo no iba para estar con J. y F. Y así nos levantamos camino de Pershing Square para desayunar un Steak & Eggs que nos pone en nuestro sitio. F. y yo vamos al sur, al encuentro los Hare Krishna, hare, hare. En Union Square hay un mercado de frutas y verduras de la región, una tienda de deportes cojonuda y el itinerario bajo la lluvia al encuentro de J.
Nos reímos como nunca o como siempre antes, durante la comida en el coreano y después, paseando por la Quinta Avenida. J. y yo subimos al Spanish Harlem para despedirme de la dulce profesora, en verano, sin botas.
Día de Puerto Rico. Tarde de barbacoas; de reguetones; de policías y vallas; de rojo, blanco y azul; de respirar el sábado por la tarde; de repetir mis pasos de invierno; de llamar tres veces; de despedirme de esta ciudad que me tiene embriagado.
Volveré, tengo que encontrar mi book of shadows.
dedicado a J. y F., por estar aquí
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