Atardeciendo
Salgo a recorrer la ciudad enfoscada. El sol escapó hacia la meseta y la luz artificial palidece ante el esplendor del día. Me acerco al cementerio envuelto entre penumbras y palmeras. Aparto recuerdos que no son míos y desde la tapia ya no veo una comarca rica y desordenada. Recorro obras y más obras y me cruzo tres veces con un corredor amarillo fluorescente que escurre una perilla blanca en compañía de un perro. El iPod es mi hogar, caliente por conocido, amable por escogido, euforizante por lírico. El declamador firma su compromiso con su tierra, que es la mía, y yo trepo hasta la cruz del promontorio. Los muchachos posponen el botellón unos días y se deslizan en sus monopatines por la calle recién estrenada. Me acerco a la casa cuartel, a ratos prisión y casi siempre gueto. Intuyo un guardia tras la ventana, una exposición de coches tirando a desvencijados y un desconchado orgullo en la bandera. No encuentro la Historia de la ciudad, aunque unas cuevas en rehabilitación proponen un rastro de lo que fueron o quisieron ser los habitantes de un espacio que ahora respira cansino y sucio entre urbanizaciones y polígonos.
Vuelvo al refugio. Una mesa llena y los cachorros esparciendo alegría. Paz.
Vuelvo al refugio. Una mesa llena y los cachorros esparciendo alegría. Paz.
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