29 junio 2006

Pedro

Traigo mi nombre encadenado con eslabones que unen abuelos con nietos. Mi padre se llama como su abuelo, y yo como el mío, su padre.
Atesoro los recuerdos de aquel hombre enjuto, moreno, peinado hacia atrás, siempre elegante en su desprendimiento vital. Hace más de treinta años que murió en un pétreo verano de Madrid y veo a mi padre corriendo deshecho por la galería de la casona lenense, afeitándose a duras penas, urdiendo un viaje apresurado camino de la despedida. Fue mi primera muerte.
En el garaje de doña Berenguela-35 el abuelo me prometió mil veces la construcción de un kart equipado con un motor que guardaba como un Santo Grial. Mientras tanto, marcaba letras y números en chapas de latón, a golpe de martillo, acto que dejaba en mí un impacto de magia mecánica que aún me fascina rememorar. Arrancábamos juntos un viejo Land Rover gris, y aquel hombre sencillo se convertía en sacerdote, en pope supremo de la religión de los motores Diesel, ruidosos, potentes, reales. De ahí, al Metro. Un viaje por los arrabales madrileños, fuera de horarios y compromisos, con el nieto derrumbado en su pierna bajo el injusto sol madrileño, con la cabeza vencida. Un recibimiento apoteósico tronando bronca en Doña Berenguela-35 que el pobre abuelo se echó a los hombros con una sonrisa pícara. Pero se lo devolvimos, vaya si se lo devolvimos:
Viaje León-Madrid. Navidades. Quizá 1973 ó 1974. Un motorista siniestro multa al conductor del 850 por pisar la raya continua de aquella carretera infame.
(padre de Sánchez Bolín) No le digas nada al abuelo de la multa.
(S. B.) Vale.
Arribamos a Doña Berenguela-35. Recibimiento jubiloso en el tercer piso, entre jadeos, como siempre.
(abuelo de S. B.). ¿Qué tal ha ido el viaje?
(S. B.) A papá le han puesto una multa…