01 febrero 2006

Dark water (2005)

Walter Salles da el salto al Norte, tras la meritoria Diarios de Motocicleta, y escoge, o le escogen, Honogurai mizu no soko kara (2002), de Hideo Nakata. Dejamos por obvia la discusión sobre la pobreza de ideas del cine estadounidense. Quédense con la idea de que nadie critica los discos de versiones, siempre que éstas sean buenas. Una buena versión aumenta el prestigio del original y es prueba de su calidad. No he visto el original de Nakata, ni creo que lo vea, y por tanto no juzgaré si esta versión de Salles mejora o no aquella. Sólo digo que he pasado un gran rato viendo Dark Water, y eso debiera de ser suficiente.
Con un buen equipo delante (Jennifer Connelly, John C. Reilly, Pete Postlethwaite, Tim Roth, Dougray Scout) y detrás de la cámara (Angelo Badalamenti, Affonso Beato), rehace el original japonés en un desasosegante espacio verdoso cerca de Nueva York. El edificio, o conjunto de edificios, donde se desarrolla la acción propone una revisión sobre las propuestas arquitectónicas con programas que pretenden crear espacios para la vida que se acaban convirtiendo en cárceles. Exceso de ambición, variaciones en la ejecución sobre el proyecto inicial, degradación de los materiales, o lo que sea, termina poblando de ghettos unas ciudades que, a embestidas de arquitectos y urbanistas pretendidamente geniales, son cada vez más duras e invivibles.
La diosa Jennifer Connelly, aún a riesgo de encasillarse en papeles de, digamos, desequilibrada (Requiem for a dream (2000), House of sand and fog (2003)), nos entrega una hermosa interpretación, en el borde del riesgo, para este drama psicológico o incluso psiquiátrico, acompañada por la niña Ariel Gade, ejemplo de interpretación naturalista, comedida y creíble. Sin ser una producción millonaria, lo que vemos en pantalla luce con empaque y acabado de gran cine. Vamos, como en las teleseries españolas.
Mi señora y yo vemos la película cogidos de la mano, esperando cada sobresalto, hasta que al final comprendemos donde está el terror. Merece la pena dedicar noventa minutos a descubrirlo.

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