08 enero 2006

Tacones

Le gustan desde siempre. Se encarama a ellos con sus tobillos de espuma, perfectos, solemnes, y zapatea por toda la casa como una ratita tan presumida como vergonzosa. Los leotardos se arrugan ante la responsabilidad de mantener calientes las piernas más bonitas del hemisferio norte, y los leopardos acechan en la cama sin dar crédito a lo que sus ojos ven.
Vestida de unicornio rosa llena mi mirada de una expresión bobalicona y maravillada. Responde segura cuando le pregunto por la niña más guapa del mundo. Contraataca recriminándome el picor de mi barba cinematográfica mientras me enseña su boca llena de fideos de chocolate, hormigas dulces de una tarde de domingo.
Ayer vi una fotografía de mi madre que conservamos en Fort Apache, tomada hacia la misma edad que la nena tiene ahora, a la puerta de Arzobispo Blanco. El parecido es sorprendente y cómico. Del blanco y negro de hace cincuenta años al rosa electrónico más delirante. Las hélices del ADN tejen hilos, más allá de las generaciones, que asombran y enternecen, ligando padres, hijos, abuelos, nietos, tíos, sobrinos.
Como para no taconear.