10 enero 2006

Sólo dos (segundo)

La oficina tiene unas vistas magníficas a los tejados del barrio sucio. Ahora que el pintoresquismo tiñe de colores cursis la mala conciencia de los concejales, alcaldes y expertos en resucitación de ciudades muertas, Mateo Escandón siempre recalca el nombre señero con el que se distinguió la parte menos noble de la capital, la que vive a espaldas de la catedral nueva, entre el escaparate monumental y falso de los conventos rehabilitados y las avenidas edificadas sobre el raudo tren que se sumerge a su paso por la ciudad. La oficina es una buhardilla encaramada a un edificio que en tiempos vio el ferrocarril, y que nació con él de la mano de los maestros de obras que suplieron la falta de arquitectura con oficio y ladrillos rojos. Hábiles artesanos venidos de Cataluña que dotaron de habitáculos casi dignos a los recién llegados desde el campo a la ciudad, población que conoció algo de progreso en la segunda mitad del siglo diecinueve. Las esperanzas de desarrollo murieron en los casinos y en la compra de pisos para asegurarse un futuro de rentistas en vez de un prestigio como industriales o inversores. Años después hubo que pagar el precio de depender del automóvil, como una caricatura gris y falsa de Detroit y otras, sin blues ni negros ni grandes fortunas. La segunda primavera se calienta al sol del tren rápido que lleva a los viajeros de la ciudad castellana a la capital del Reino antes de lo que se necesita, en un viaje que tiene mucho de despojamiento de la identidad y poco de comunicación entre comunidades iguales.
Mateo Escandón se ducha tras repasar los daños, reducidos a una quemadura en los nudillos y un pálpito que se quitará bajo el chorro de agua caliente. Se afeita con cuidado, casi con mimo, mientras se pregunta cuánto pesarán los pelos que día tras día se quita de la cara. Mejor pensar en eso que en el coche amarillo.
Una llamada al inspector Echeverría, amigo desde los tiempos del instituto Espronceda. Lo ayudará a encontrar sentido al torpe intento de agresión que ha sufrido.

- José Luis.
- Hola, Mateo.
- Ocio o trabajo.
- Dentro de media hora, en el Carlos.
- Un poco más tarde, a las nueve.
- De acuerdo.

Mañana comienza el Carnaval. La climatología mesetaria sólo permite disfraces con forro, nada de veleidades caribeñas, salvo que haya termolactyl debajo de las faldas de rafia. También hay mucho alcohol alimentando las calderas de una falsa alegría plantada en medio de un mes de febrero agresivo, frío y cruel como ningún año.
Mateo recorre los lindes del barrio sucio camino del Carlos, un bar dedicado en exlusiva a las delicias de la carne de cerdo. Morro con tomate, torreznos patanegra, jijas y sobre todo, oreja rebozada como espuma. El cartílago queda deshecho por una fritura primorosa con aceite nuevo, siempre aceite nuevo. Como dice Carlos, sacerdote del fogón, nunca de la plancha, el que no se lo pueda pagar, que se haga notario. Asunto resuelto. Porque la oreja merece la pena.
Cuando Mateo entra en el local ya lo espera Echeverría, acodado en la esquina coqueta donde los bachilleres se meten mano en los recreos y los policías se confiesan con los amigos del instituto.

- Buenas.
- Buenas.
- Ya he pedido los torreznos.
- No puedo. Quedé a cenar con Ladislao. Tengo que hacerle gastar.
- Tú te lo pierdes. ¿Sigues pensando que no te vas a morir nunca?.
- No me toques los huevos.
- Dime.
- Hace un rato estuve entrenando con dos sparrings.
- No jodas. ¿Todo bien?.
- Sí, ellos no tanto.
- ¿Vas a denunciar?.
- No. Al menos de momento. Tengo preguntas.
- Vamos allá.
- Dos anormales peganiños. Veinteañeros. Amateurs. No pude verles la cara. Ropas de mentira, ya sabes, lycra china. Navaja y cadenas. Huyeron con un tercero en un coche tuneado. Amarillo, con un alerón con ribetes de fuego.
- ¿Drogados?.
- Puede. Miradas turbias. Pero olían a alcohol.
- Cosa extraña. Tenemos muchos problemas con los pastilleros, pero no suelen soplar. En este caso, si eran debutantes en palizas a personas mayores, quizá necesitaron autoarranque.
- No soy mayor.
- Bueno, dejémoslo en Crianza.
- Dame un rato. Te llamo más tarde.
- Gracias.

Mateo se levanta raudo, paga en la barra, le guiña el ojo a Carlos y repasa el culo de la última nínfula llegada al bar. Buenas nalgas, partes altas algo peor. Levanta la vista rozando el delito, sale a la calle y enfila la ruta que lo lleva al Museo.