Sólo dos (primero)
Los paseos solitarios le tonifican el cuerpo y el espíritu. Con el ritmo que marcan viejas canciones aromatizadas con psicodelia recorre las nuevas zonas residenciales donde se cosechan fortunas imponentes y prestigios empresariales sólo para entendidos. Las manzanas de chalets adosados de arquitecturas imposibles se intercalan con almacenes y talleres ya exhaustos de tan viejos.
La tarde cae mientras los últimos fríos del invierno lo empujan a avivar el paso. El viejo cazador respira peligro. Sólo una furgoneta roja se interpone entre él y la salida a la calle principal del polígono. Pequeñas naves industriales, restos de un esplendor ya oxidado, jalonan la escapatoria. En la segunda bocacalle, cerrada de tan oscura, unos ojos encendidos lo miran preguntándole si es un suicida. Es un gato grande, lírico, aún no es su Amba. Sigue caminando, cada vez más deprisa, ya muy cerca de la furgona. Se detiene, las primeras farolas que aún no pueden con la luz del atardecer le señalan un reflejo en un charco, justo al lado de la rueda delantera izquierda. Una navaja brilla temblona en el agua sucia. Suavemente, despacio, su mano izquierda retira los auriculares de los oídos, y con un movimiento reflejo perfectamente resuelto los guarda en el bolso del mismo lado del forro polar.
Salen dos mentecatos con los ojos turbios apestando a alcohol y a mierda. El que no lleva navaja se agarra frenético a unas cadenas demasiado pesadas para sus muñecas, más que femeninas. No son profesionales, les va a salir la gestión con beneficio cero o negativo. Darle una paliza a un cazador solitario no es lo mismo que asustar a bachilleres a las puertas de las discotecas.
Se acercan pegados por el miedo cuando consiguen abarcar los hombros del viejo cazador. Muñequitas lanza las cadenas en un movimiento que deja su costado visto para sentencia. Un puño como una roca le deja un sello de bronce justo donde las costillas se despiden cerca del hígado. Gime y escupe mientras trata de mordisquear algo de aire. Navajita pone el acero a la altura de la cara, mostrando todo el miedo del mundo en su cara de tonto. No le da tiempo a abrir la boca cuanto una patada de medalla de plata le deja en el suelo con el tobillo derecho mirando a la Meca. Muñequitas pierde el juicio y se lanza gritando contra un puño que roza la velocidad de la luz y que deja un reguero de dientes haciendo juego con el colgante del cretino. Navajita intenta levantarse pero otra patada, ésta de medalla de oro, acaba de convencerlo de que es mejor dormir. Su compiche lo recoge a duras penas y salen corriendo hacia un coche amarillo que surge raudo de la tercera bocacalle. El alerón con ribetes de fuego permitirá encontrarlo si tardan más de la cuenta en repintarlo.
Una quemazón en los nudillos y un siete en el pantalón le recuerdan que hay que salir de allí y hacer recuento de daños. Aviso recibido. Ahora toca interpretar las señales, localizar al emisor y actuar.
La tarde cae mientras los últimos fríos del invierno lo empujan a avivar el paso. El viejo cazador respira peligro. Sólo una furgoneta roja se interpone entre él y la salida a la calle principal del polígono. Pequeñas naves industriales, restos de un esplendor ya oxidado, jalonan la escapatoria. En la segunda bocacalle, cerrada de tan oscura, unos ojos encendidos lo miran preguntándole si es un suicida. Es un gato grande, lírico, aún no es su Amba. Sigue caminando, cada vez más deprisa, ya muy cerca de la furgona. Se detiene, las primeras farolas que aún no pueden con la luz del atardecer le señalan un reflejo en un charco, justo al lado de la rueda delantera izquierda. Una navaja brilla temblona en el agua sucia. Suavemente, despacio, su mano izquierda retira los auriculares de los oídos, y con un movimiento reflejo perfectamente resuelto los guarda en el bolso del mismo lado del forro polar.
Salen dos mentecatos con los ojos turbios apestando a alcohol y a mierda. El que no lleva navaja se agarra frenético a unas cadenas demasiado pesadas para sus muñecas, más que femeninas. No son profesionales, les va a salir la gestión con beneficio cero o negativo. Darle una paliza a un cazador solitario no es lo mismo que asustar a bachilleres a las puertas de las discotecas.
Se acercan pegados por el miedo cuando consiguen abarcar los hombros del viejo cazador. Muñequitas lanza las cadenas en un movimiento que deja su costado visto para sentencia. Un puño como una roca le deja un sello de bronce justo donde las costillas se despiden cerca del hígado. Gime y escupe mientras trata de mordisquear algo de aire. Navajita pone el acero a la altura de la cara, mostrando todo el miedo del mundo en su cara de tonto. No le da tiempo a abrir la boca cuanto una patada de medalla de plata le deja en el suelo con el tobillo derecho mirando a la Meca. Muñequitas pierde el juicio y se lanza gritando contra un puño que roza la velocidad de la luz y que deja un reguero de dientes haciendo juego con el colgante del cretino. Navajita intenta levantarse pero otra patada, ésta de medalla de oro, acaba de convencerlo de que es mejor dormir. Su compiche lo recoge a duras penas y salen corriendo hacia un coche amarillo que surge raudo de la tercera bocacalle. El alerón con ribetes de fuego permitirá encontrarlo si tardan más de la cuenta en repintarlo.
Una quemazón en los nudillos y un siete en el pantalón le recuerdan que hay que salir de allí y hacer recuento de daños. Aviso recibido. Ahora toca interpretar las señales, localizar al emisor y actuar.
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