10 diciembre 2005

La piscina

Retomo la costumbre veraniega de nadar rato y rato. Paso de la piscina de casa, exterior, veraniega, quemada de luz y calor, a la piscina municipal, cerrada, gris, desinfectada, repulida.

Ejercicio sin banda sonora, sólo mi respiración y los palmetazos en el agua. Con gafas de nadar veo mejor debajo del agua que fuera. Siempre me he perdido los grandes espectáculos proporcionados por las piscinas, ya se sabe, nadadoras, socorristas, modelos, estudiantes, esposas y madres que lucen cuerpos sanos, tersos y sugerentes. La miopía sin corregir no es buena compañera para el disfrute visual. En fin, de esa forma me concentro mejor en el ¿deporte?. No digamos tanto, sólo desgaste intensivo de las abultadas reservas energéticas que atesora de cuerpo, aquí mikelines.

Esto debe ser lo que llaman el primer mundo, el mar encerrado en un pabellón, al lado de casa, con el agua a treinta grados y el pH bajo control. Desde luego, es otro mundo, distinto al que nos escupen cada día los telediarios. Viéndolos me siento marciano.

Me acompaña la chica de mirada oceánica, más mimetizada que nunca en este vaso gigante peinado con flotadores rojos y rayas azul oscuro.

Los niños han ido a cuidar de sus abuelos y nosotros evocamos tiempos de noviazgos, estudios y zozobras. Tiempo del uno para el otro, como en una aplicación biyectiva que nos despeja el camino de distracciones para que podamos disfrutar.

Volvemos a casa. Se torna enorme sin la presencia gorgojeante del heredero y de su hermana, pasamos la tarde preparando la venida de los hombres magos y del barrigudo de barba blanca, mientras quien esto escribe trabaja con un parche en el ojo.

Esta noche, cine. Sesión doble, Toy Story (1995) y War of the worlds (2005).