Viaje en tren
Esta oportunidad nos lleva a Medina del Campo, que estrena estatua de la protosanta en su Plaza Mayor. Viajamos por tierras roturadas desde siempre, entre algún manchurrón de pinares y todo el frío del diciembre que ya se viste de luces para plantarle cara a otras Navidades.
Nos reciben el padre y el hijo. Aquél, de manos grandes para sujetarse el corazón enorme, y el pequeño con rizos que se estrena hablando para decir que todo es suyo. Cómo no.
Nos acogen en su casa blanca, luminosa, caliente, limpia, repleta de libros y de aromas de vino y bacalao al pil-pil. Llega después la sacerdotisa que oficia en los pagos de La Seca con uvas, buen humor, sonrisa perenne y paciencia infinita.
Charlamos de esto y de aquello sin concretar nada, como en las buenas conversaciones. Nos acompañan a la Estación, entre carreras y gritos de los niños, que parece que nunca se cansan hasta que se rinden en nuestros brazos, azotando nuestras maltrechas espaldas.
El tren nos trae a la capital que se pasea encorvada, acogotada por no ser Detroit.
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