07 diciembre 2005

Viaje en tren

La nena no había montado nunca en tren y decidimos arreglarlo. El anterior intento, en Asturias, contaba con el soporte de Ricardín, pero llegamos tarde, la telaraña de la Vega de Ciego nos sujetó fuerte y alcanzamos la estación un minuto después de que el tren partiera. Además, la pequeña se durmió y sólo su hermano y la madre completaron el trayecto en tren desde Mieres a Pola de Lena. El que esto escribe ofició entonces de chófer para la Bella Durmiente.

Esta oportunidad nos lleva a Medina del Campo, que estrena estatua de la protosanta en su Plaza Mayor. Viajamos por tierras roturadas desde siempre, entre algún manchurrón de pinares y todo el frío del diciembre que ya se viste de luces para plantarle cara a otras Navidades.

Nos reciben el padre y el hijo. Aquél, de manos grandes para sujetarse el corazón enorme, y el pequeño con rizos que se estrena hablando para decir que todo es suyo. Cómo no.

Nos acogen en su casa blanca, luminosa, caliente, limpia, repleta de libros y de aromas de vino y bacalao al pil-pil. Llega después la sacerdotisa que oficia en los pagos de La Seca con uvas, buen humor, sonrisa perenne y paciencia infinita.

Charlamos de esto y de aquello sin concretar nada, como en las buenas conversaciones. Nos acompañan a la Estación, entre carreras y gritos de los niños, que parece que nunca se cansan hasta que se rinden en nuestros brazos, azotando nuestras maltrechas espaldas.

El tren nos trae a la capital que se pasea encorvada, acogotada por no ser Detroit.