31 diciembre 2005

Avionetas y cohetes

Se ha implantado la moda de acostar a los niños, a mis hijos, transmutados en avioneta. Hacen el Cristo mientras los llevo a cierta velocidad por las dependencias de Fort Apache, de camino a la cama. El padre pone la banda sonora en una mezcla de hélices, turbohélices y turborreactores, todo aderezado por un tembleque en el labio y un chorretón de saliva.

Ellos se creen que son aviones o cohetes. Son aviones. Son cohetes. El motor de su ilusión se alimenta de esfuerzos paternos que no son tales, que son regalos que cada día la vida nos pone en bandeja. Hay que estar atentos para recogerlos, para exprimirlos, para apropiarnos de ellos para siempre.

La nena me asetea con sus te quiero, te quiero muchísimo, dardos certeros que desarman la costura de la paternidad responsable. Reclama continuamente mi atención, la de su madre, la de todos. No quiere que la riñamos, su mundo se deshace cuando se esfuma la nube de la fantasía, esa en la que vive disfrazada de hada azul o de prima ballerina de color rosa, perlada de piedras falsas, con Leopardín de partenaire flojo y suave.

Por la noche desfilan desde sus habitaciones a nuestra cama, se hacen un hueco con determinación y, en ocasiones, nos expulsan a las camas de ochenta/noventa. La madre propone que pongamos un límite a estas incursiones que magullan las espaldas y laceran los hombros, pero noche tras noche, la paternidad irresponsable se impone.

¿Quién no soñó con ser motor de un cohete espacial?