22 noviembre 2005

La alameda

No tengo ni idea de árboles. Envidio a mi padre por eso, se los sabe todos. Será una alameda o una chopera, como decíamos en el colegio. Esta de Traspinedo enmarca el caminar decidido de mis hijos hacia el parque, otro más. Los árboles los reverencian, alargando sus manos con forma de hojas para que hollen el suelo más mullido que se conoce, el de la naturaleza que se pudre para extender la vida más allá de lo que está por venir.

Van raudos hacia los columpios, el tobogán, los balancines con muelle, el paraíso en la tierra. En cuánto tiempo añoraremos estos días grises en que los pequeños se conforman con un bosque de ramas de hierro y asientos de madera, escenario de juegos infantiles frenéticos, con los deseos de atraparlos y jugarlos todos y que se les escapan poco a poco entre los dedos tiernos de la infancia.

La mirada oceánica los persigue por el recinto, abierto al páramo y a unas tierras quizá ya yermas que alguna vez acunaron a otros niños, tal vez en otra España más negra que conocimos en sepia, y en la que se posó otra capa de amables hojas de álamo/chopo.

No olvidaremos, la memoria se hace capa a capa, donde las de abajo se prepara el camino para las que vendrán después.

No olvidaremos nunca.