Es cosa nuestra
Apenas hace un año imaginaba un paseo del capitán Blanco, que murió coronel, con la abuela María Flor, que me enseñó a leer. Nada más que un consuelo para los inconsolables, un ligero bálsamo para esta realidad que dibuja con alambre de espino el mapa de nuestra tristeza.
Julio escribió, desde los neveros de Manhattan, que la familia es lo único que puede salvarnos del precipicio. Nosotros nos salvaremos porque no conocemos otro lugar para vivir que alrededor de los braseros del cariño.
Sueño otra escena. Tío Pepe remata un crucigrama y la abuela María Flor se sienta diciendo que no se sienta. Tío Juan entra desde el almacén precediendo al viento mientras tío Julio se sirve un vaso de vino. El capitán Blanco, que murió coronel, pela manzanas en la cocina. El cenicero azul traga colillas. La pequeña tele blanca y roja dormita en un rincón. La tertulia se promete infinita.
Pienso en tío Julio.
Y sonrío.
Porque era tan bueno.
Porque siempre estuvo a nuestro lado.
Porque nadie encendía como él un Ducados de los que salían de su pitillera de plata.
Porque entendió la vida tan bien que decía que no entendía nada.
Porque me explicó que al reírse había que mover un hombro.
Porque dejó para los anales de la antropología el descubrimiento del homodrulus.
Porque adoraba a la abuela María Flor a pesar de los chaparrones.
Porque me saludó éste sábado.
Porque adoraba a tío Vicente porque sí.
Porque tenía una palabra para todos.
Porque en mi boda él y tía Flori bailaron como nadie.
Porque es el padre de Julio, Maríaelena y Mariángeles, mis primos del alma.
Porque plantó seis fresnos en una parcela del paraíso que se llama Peral.
Porque me quitó el miedo cuando la clavícula de Irene.
Por aquella mano que palpaba sudor en mi nuca.
Porque su casa no tenía puertas y cabía todo el mundo.
Porque nos enseñó a clasificar, cortar, conservar y consumir el pan, ¿te acuerdas, Julio?
Porque su mejor consejo fue que había que esperar.
Porque nos dijo que huyéramos de las manadas, incluidas las de obispos.
Porque nos recomendó que escogiéramos el segundo mejor asiento.
Porque fue buen hijo, buen padre, buen marido, buen hermano, buen tío, buen amigo, buen vecino y buena persona.
Por los papeles color Manila y las cartulinas blancas.
Por el desayuno que compartimos al día siguiente de la comunión de Amanda.
Porque le dio nombre a la Faraona.
Viajé con él cuando hacía memoria y miraba hacia atrás. Conocí una España irrepetible donde los guardias civiles llevaban vino en las cartucheras y los toreros saludaban desde el albero a los estudiantes bandarras; cuando podías alternar con futbolistas, cantaores, toreros y profesores de Anatomía sin quitarte el penacho indio.
Y volvió el invierno. Soplando frío y escupiendo soledad. Neil Young nos cantó que en vez de maldecir la oscuridad prendiéramos una vela, que había algo adelante que merecía la pena buscar.
Tendremos que encender un fuego enorme porque la oscuridad duele. Yo tampoco entiendo la vida sin ellos, sin él. Nos toca arrancar y empezar a buscar.
Me sonrío de nuevo. Lo veo diciéndonos: es cosa vuestra.
Julio escribió, desde los neveros de Manhattan, que la familia es lo único que puede salvarnos del precipicio. Nosotros nos salvaremos porque no conocemos otro lugar para vivir que alrededor de los braseros del cariño.
Sueño otra escena. Tío Pepe remata un crucigrama y la abuela María Flor se sienta diciendo que no se sienta. Tío Juan entra desde el almacén precediendo al viento mientras tío Julio se sirve un vaso de vino. El capitán Blanco, que murió coronel, pela manzanas en la cocina. El cenicero azul traga colillas. La pequeña tele blanca y roja dormita en un rincón. La tertulia se promete infinita.
Pienso en tío Julio.
Y sonrío.
Porque era tan bueno.
Porque siempre estuvo a nuestro lado.
Porque nadie encendía como él un Ducados de los que salían de su pitillera de plata.
Porque entendió la vida tan bien que decía que no entendía nada.
Porque me explicó que al reírse había que mover un hombro.
Porque dejó para los anales de la antropología el descubrimiento del homodrulus.
Porque adoraba a la abuela María Flor a pesar de los chaparrones.
Porque me saludó éste sábado.
Porque adoraba a tío Vicente porque sí.
Porque tenía una palabra para todos.
Porque en mi boda él y tía Flori bailaron como nadie.
Porque es el padre de Julio, Maríaelena y Mariángeles, mis primos del alma.
Porque plantó seis fresnos en una parcela del paraíso que se llama Peral.
Porque me quitó el miedo cuando la clavícula de Irene.
Por aquella mano que palpaba sudor en mi nuca.
Porque su casa no tenía puertas y cabía todo el mundo.
Porque nos enseñó a clasificar, cortar, conservar y consumir el pan, ¿te acuerdas, Julio?
Porque su mejor consejo fue que había que esperar.
Porque nos dijo que huyéramos de las manadas, incluidas las de obispos.
Porque nos recomendó que escogiéramos el segundo mejor asiento.
Porque fue buen hijo, buen padre, buen marido, buen hermano, buen tío, buen amigo, buen vecino y buena persona.
Por los papeles color Manila y las cartulinas blancas.
Por el desayuno que compartimos al día siguiente de la comunión de Amanda.
Porque le dio nombre a la Faraona.
Viajé con él cuando hacía memoria y miraba hacia atrás. Conocí una España irrepetible donde los guardias civiles llevaban vino en las cartucheras y los toreros saludaban desde el albero a los estudiantes bandarras; cuando podías alternar con futbolistas, cantaores, toreros y profesores de Anatomía sin quitarte el penacho indio.
Y volvió el invierno. Soplando frío y escupiendo soledad. Neil Young nos cantó que en vez de maldecir la oscuridad prendiéramos una vela, que había algo adelante que merecía la pena buscar.
Tendremos que encender un fuego enorme porque la oscuridad duele. Yo tampoco entiendo la vida sin ellos, sin él. Nos toca arrancar y empezar a buscar.
Me sonrío de nuevo. Lo veo diciéndonos: es cosa vuestra.
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