Habitación ciento veintiséis (y XII)
El capitán Blanco, que murió coronel, y la abuela María Flor, que me enseñó a leer, caminan juntos por el bulevar de nuestra memoria.
Pasean hasta Castañera, en una etapa más de un viaje de carcajadas, guiños, cafés hirviendo, masajes, nueces, broncas y mil millones de toneladas de un amor fascinante. Él lleva un traje gris y una corbata burdeos; ella, un vestido estampado de flores y una chaqueta de punto. Sus cabezas portan dos coronas blancas en las que distingo una discreta aura dorada. No es la santidad, es el sol de la tarde que se filtra por sus sedosas cabelleras canas. Tras ellos queda un reguero de pétalos rojos y blancos y el perfume de nuestro pasado. Huele al rosario de la Cartuja de Miraflores; al chocolate parido en la lumbre de la Vega del Ciego; a la colonia con la que me peinaba al llegar donde quiera que me esperara mi madre; al amoniaco de aquellas casas que tenían los suelos de plata; a aquellos cafés de las sobremesas de León; a la humedad dulzona de los junios en la terraza de Fósforo-8; a aquel mundo nuevo, maravilloso y cálido que se creaba cuando estábamos juntos, que fue casi siempre.
Empiezo una nueva vida. Sin ellos. Estoy en un planeta desconocido. Inhóspito, más frío y oscuro si cabe. Pero no nos rendiremos. Nos lo enseñaron. A empezar despedidas que no terminan, para seguir estando juntos. Tengo a mi padre a y mi madre, a la chica de mirada oceánica, al heredero y la nena y a Mariaisabel. A Julio y a Mariaelena. A mis hermanos pequeños. Al linaje de mi pueblo. Un universo abierto, divertido, solidario, blanco y prieto. En Boadilla, en Villaviciosa, en Gijón, en la Pola, en Harlem, en Oviedo, en Vigo, en Barruelo, en un avión que vuela a la Dominicana, en Cienfuegos, en Sanabria, y también al lado de dos niñas gallegas que la quisieron con locura. En todos aquellos lugares que iluminaron con su cariño, su bondad y su atención descomunal y desprendida.
Arzobispo Blanco está vacío. Suena el tictac de aquel reloj que rimaba con el tiempo de los veranos en la vieja casona. Mis cuarenta años, casi cuarenta y uno, están forrados de recuerdos. Somos muchos para compartirlos, recrearlos, enriquecerlos, y volver a disfrutarlos.
La abuela María Flor, que me enseñó a leer, me ahorró un año de educación preescolar. En cuatro paseos por Madrid, hasta la casa del hombre de Peral, los letreros luminosos de las farmacias y las joyerías se convirtieron en mi cartilla Palau. Y más. Me llevó a conocer a mi hermana recién nacida, favor que devolví años después, un veintitrés o veinticuatro de octubre, cuando le presentamos al heredero, bálsamo de tantos dolores. No olvidaré el rescate de una pesadilla febril de hormigas que se convertían en elefantes; que me emborrachó por vez primera con la combinación terrible de la sangría cuartelera y el café irlandés para oficiales; que me maravilló con el milagro que nace de un engrudo de nuez envuelto en hojaldre; que me fascinó con la aparición de un atónito Papá Noel en la terraza de Fósforo-8. Pacificó mis alergias en los últimos exámenes del bachillerato, me pidió mil veces que rezara y nunca lo consiguió, y con un tesón implacable, en compañía de tía Flori, logró que Julio no cogiera aquella Unidad de regreso a Oviedo.
Consiguió que todos fuéramos el único, el favorito, el elegido, el preferido. Y así tratamos de corresponder en esos días azules de la habitación ciento veintiséis, una gota en el océano de noventa y un años extraordinarios que hicieron de la Tierra un lugar en el que llegué a creerme que la madurez era un castigo reservado para otros.
Pasean hasta Castañera, en una etapa más de un viaje de carcajadas, guiños, cafés hirviendo, masajes, nueces, broncas y mil millones de toneladas de un amor fascinante. Él lleva un traje gris y una corbata burdeos; ella, un vestido estampado de flores y una chaqueta de punto. Sus cabezas portan dos coronas blancas en las que distingo una discreta aura dorada. No es la santidad, es el sol de la tarde que se filtra por sus sedosas cabelleras canas. Tras ellos queda un reguero de pétalos rojos y blancos y el perfume de nuestro pasado. Huele al rosario de la Cartuja de Miraflores; al chocolate parido en la lumbre de la Vega del Ciego; a la colonia con la que me peinaba al llegar donde quiera que me esperara mi madre; al amoniaco de aquellas casas que tenían los suelos de plata; a aquellos cafés de las sobremesas de León; a la humedad dulzona de los junios en la terraza de Fósforo-8; a aquel mundo nuevo, maravilloso y cálido que se creaba cuando estábamos juntos, que fue casi siempre.
Empiezo una nueva vida. Sin ellos. Estoy en un planeta desconocido. Inhóspito, más frío y oscuro si cabe. Pero no nos rendiremos. Nos lo enseñaron. A empezar despedidas que no terminan, para seguir estando juntos. Tengo a mi padre a y mi madre, a la chica de mirada oceánica, al heredero y la nena y a Mariaisabel. A Julio y a Mariaelena. A mis hermanos pequeños. Al linaje de mi pueblo. Un universo abierto, divertido, solidario, blanco y prieto. En Boadilla, en Villaviciosa, en Gijón, en la Pola, en Harlem, en Oviedo, en Vigo, en Barruelo, en un avión que vuela a la Dominicana, en Cienfuegos, en Sanabria, y también al lado de dos niñas gallegas que la quisieron con locura. En todos aquellos lugares que iluminaron con su cariño, su bondad y su atención descomunal y desprendida.
Arzobispo Blanco está vacío. Suena el tictac de aquel reloj que rimaba con el tiempo de los veranos en la vieja casona. Mis cuarenta años, casi cuarenta y uno, están forrados de recuerdos. Somos muchos para compartirlos, recrearlos, enriquecerlos, y volver a disfrutarlos.
La abuela María Flor, que me enseñó a leer, me ahorró un año de educación preescolar. En cuatro paseos por Madrid, hasta la casa del hombre de Peral, los letreros luminosos de las farmacias y las joyerías se convirtieron en mi cartilla Palau. Y más. Me llevó a conocer a mi hermana recién nacida, favor que devolví años después, un veintitrés o veinticuatro de octubre, cuando le presentamos al heredero, bálsamo de tantos dolores. No olvidaré el rescate de una pesadilla febril de hormigas que se convertían en elefantes; que me emborrachó por vez primera con la combinación terrible de la sangría cuartelera y el café irlandés para oficiales; que me maravilló con el milagro que nace de un engrudo de nuez envuelto en hojaldre; que me fascinó con la aparición de un atónito Papá Noel en la terraza de Fósforo-8. Pacificó mis alergias en los últimos exámenes del bachillerato, me pidió mil veces que rezara y nunca lo consiguió, y con un tesón implacable, en compañía de tía Flori, logró que Julio no cogiera aquella Unidad de regreso a Oviedo.
Consiguió que todos fuéramos el único, el favorito, el elegido, el preferido. Y así tratamos de corresponder en esos días azules de la habitación ciento veintiséis, una gota en el océano de noventa y un años extraordinarios que hicieron de la Tierra un lugar en el que llegué a creerme que la madurez era un castigo reservado para otros.
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