Sánchez Bolín en Harlem (I)
Autobús, tren, metro, avión, taxi. Faltó el barco.
Hay mil maneras de ir a Harlem. Yo estuve con el corazón y ahora recorro las infraestructuras públicas y privadas para presentar mis respetos a casa de ladrillo rojo de libros, fotografías y discos.
Antes de llegar, la aventura.
Corrí para alcanzar el autobús, subí en ascensor desde las profundidades y llegué a una sala enorme para que me dieran las luces largas desde un avión. El tiempo no nos pertenece y así Maigret puede explicarme, con suficiente calma, cómo conoció a Simenon. Después duermo con los ojos abiertos y vuelo hasta mis hijos, esas nutrias de pelo brillante y cariño espeso. Un tribunal de pistoleros uniformados de la U.S. Customs and Borders Protection investiga a la chica de mirada oceánica como un sanedrín de hombres sabios y lentos armado con faxes, destructoras de papel y fundas de plástico. Un imperio con los pies de barro enfangados entre montañas de papel y el ir y venir cansino de sus hombres de negro.
Mr. Singletary nos absuelve desde su mirar de camaleón y corremos a abrazarnos con J. y M., nuestros anfitriones vestidos también de negro. El taxista pakistaní conduce un milagro amarillo a mil quinientas revoluciones y Duke y Princess nos saludan desde el apartamento número cuatro.
Estamos en casa.
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