23 abril 2007

Vigo


El paraíso tiene una delegación en Vigo. Está en un ático. A lo lejos se ve el mar y a la derecha el monte del Castro. Este paraíso es también un refugio y tiene dos guardianes cariñosos y entrañables, Mariantonia y Andrés, del linaje de mi pueblo. Para empezar nos regalan un paseo por el sube y baja de una ciudad que crece a espaldas de su propio destino, que pone casco, doble, eso sí, a los sueños de navegante que tienen los hombres valientes. Después, el toldo de color marfil es un artesonado vegetal y suave para el sueño de una tarde de primavera que quiere presumir como si fuera veraniega. Hay dos mujeres que siempre serán las niñas para su padre y su madre, risueñas y buenas, que nos saludan en un alborozo de novios y granitos pulidos. Amablemente ceden su turno en el edén para que unos viajeros de la ciudad gris puedan palpar la felicidad en la tierra.
El pulpo, las andaricas, los percebes y el lomo de San Martino alfombran el anochecer y abren una puerta al estupor del vino blanco, bien sea Albariño o Rías Bajas. Todo vale para provocar una foto en color frente al océano innegable.
Nos abrazamos bajo una luna marinera, quedan atrás un análisis del escualeno, admiraciones sinceras, recuerdos conmutados que nunca se borrarán. Por delante, un discurso sobre España que cruzará el Padornelo.
Ahora, mientras escribo esto, suena Sinatra. Como en el coche de Andrés.

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