11 enero 2006

Les Vacances de Monsieur Hulot (1953)

Segundo largometraje de Jacques Tati donde presenta en sociedad, y de qué manera, a Monsieur Hulot, y que supera mis expectativas. Tras Jour de Fête (1949), donde ya hay muestras de su genio, estas vacaciones al lado de mar fijan el universo de Tati, donde su personaje deambula tratando de pasárselo bien, consciente de sus meteduras de pata, pero también de sus fundamentos de buen hombre.
Llaman mi atención diversos aspectos de la factura técnica de la película. Los encuadres son primorosos, con unos movimientos de cámara imperceptibles pero que ponen el ojo (el espectador) frente a la acción, sin trampas. La transferencia a DVD hace justicia en casi todo el metraje a una luminosa fotografía naturalista, bien contrastada, con algunos problemas en las escenas noctunas y/o con efectos especiales. La música está formada por un tema recurrente perfectamente integrado en la trama, y que en muchos momentos es escuchado también por los personajes. Funciona como rueda de noria, marcando el comienzo de cada secuencia, pero sonando siempre nuevo, como el acorde de la puerta del comedor. Los personajes hablan en francés, alemán, inglés, todo mezclado, batiburrillo babilónico que se anticipa a este mundo mundial, perdón, global. Hay militares jubilados, gimnastas, cocineros, hermosas chicas, jóvenes que escuchan a Billie Holliday, aristócratas que cazan en silla de ruedas, financieros colgados del teléfono incluso en vacaciones y niños, muchos niños.
Hulot es alto, con un sombrero y una pipa que quedan para siempre como rasgos de su carácter, amén del coche con el petardea por toda la Bretaña. Aprende a jugar al tenis mientras se compra la raqueta, recibe pésames en entierros ajenos, castiga a los mirones (aunque no lo sean) e incluso muta en monstruo marino. Todo sin darse ninguna importancia. Su caminar encorvado quizá le haga ver el mundo distorsionado, aunque no descartemos que sea el único que lo enfoca bien. Los que le rodean se contagian de su facilidad para generar desorden (antológica la intervención en las partidas de cartas), pero en la fiesta de disfraces es quien baila con la muchacha, un extraño ángel ario con peinado galáctico; qué problemas tiene Hulot para posar la mano en su compañera de baile. Los gags están bien construidos, pero con un toque naif los hace más verosímiles aún, regalándonos risas francas y oxigenantes (Dios mío, cuando coloca los cuadros). Tenemos escenas al borde del mar (mmm, Kitano estuvo aquí, y no sólo por ésto), entre las casetas, con un caballo, con el engrudo del heladero, pintando una barca, geniales todas.
Un final hermoso, triste, con Hulot casi solo, un colofón tierno para un verano que, como todos los veranos, nunca se repetirá.

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