Sánchez Bolín en Harlem (XVIII)
Vi prodigios.
Al oso polar que rezonga en el trópico de Central Park. A dos hermosas muchachas rusas servirnos tres cervezas belgas en el parque Dag Hammarskjöld, al lado de las Naciones Unidas. Y podéis creerme, eran realmente tan bellas como discretas. Y vimos al agente Callahan montando brioso a Protector y a las ancianas del distrito Diecisiete atiborrarse de filetones a la brasa despreciando tantos y tantos consejos.
Al oso polar que rezonga en el trópico de Central Park. A dos hermosas muchachas rusas servirnos tres cervezas belgas en el parque Dag Hammarskjöld, al lado de las Naciones Unidas. Y podéis creerme, eran realmente tan bellas como discretas. Y vimos al agente Callahan montando brioso a Protector y a las ancianas del distrito Diecisiete atiborrarse de filetones a la brasa despreciando tantos y tantos consejos.
Y corrí desde la Ochenta y Seis con Madison Avenue hasta la calle Ciento Veintiseis y podéis creerme, mi sudor regó la calle y creó un río en el que saltan mis recuerdos, y entre las rocas, haciendo espuma, bajaron estos días y estas noches.
Y cenamos tres chuletones como tres orejas de elefante indio. Porque de todo hay en Nueva York y los treinta cuatro años tienen que celebrarse así, con la carne suprema y un concierto de Rufus Wainwright. Y podéis creerme, en el Fairway de la Ciento Veinticinco tienes que ponerte un anorak para salir ileso de la carnicería.
Y cruzamos Central Park para llegar a su zoo.
Y cruzamos Central Park para llegar a su zoo.
Y vimos al leopardo de las nieves que arrastra su pata alfombrada hasta el abismo de su alucinada presencia en los noventa Farenheit. En la FAO Schwarz buscamos a los niños que no están aquí. Y fotografiamos excusas que enseñarles cuando volvamos a Fort Apache. Y podéis creerme, es verdad que no puedo vivir sin ellos.
Y bajamos por la Tercera haciendo zigzags hasta la New York Public Library, levantada cuando los magnates regalaron a la ciudad el edificio que será la envidia de todas las bibliotecas allá donde los magnates regalen bibliotecas. Y podéis creerme, no hay mejor monumento a los libros que un lugar como éste en el que el olor a madera y la luz que se filtra desde una lámpara verde permiten a cualquiera disfrutar de lo que otros escribieron sin pensar en lo que pudiera venir después.
Y dormimos.
Y bajamos por la Tercera haciendo zigzags hasta la New York Public Library, levantada cuando los magnates regalaron a la ciudad el edificio que será la envidia de todas las bibliotecas allá donde los magnates regalen bibliotecas. Y podéis creerme, no hay mejor monumento a los libros que un lugar como éste en el que el olor a madera y la luz que se filtra desde una lámpara verde permiten a cualquiera disfrutar de lo que otros escribieron sin pensar en lo que pudiera venir después.
Y dormimos.
Y volvimos a caminar esta ciudad que es una loncha de hormigón plagada de chicles negros. Buscamos el puente de Brooklyn y nos tostamos al sol que se camufla con la brisa para calcinar mis brazos. Y podéis creerme, en Ignazio's puedes comer The Pizza a la sombra del puente que añora Woody Allen cada vez que sale de esta ciudad maravillosa a buscarse los garbanzos.
Y navegamos en un taxi amarillo. Desde Brooklyn hasta la Treinta y Dos. Y vuelta al sendero para atravesar el Village y entender a qué sabe un pastel de cinco dólares y medio. Y podéis creerme, los pagaría de nuevo si sé que me espera la Octava con sus aceras anchas y el espectáculo de los que se aman. Que sesenta calles hasta la estación de Metro de la Setenta y Dos son un regalo.
Y llegamos a Harlem. Y volveremos a Fort Apache.
Y podéis creerme, Fort Duke es mi casa, y así lo será mientras ahí ondee la bandera de mi hermano Julio.
Y podéis creerme, Fort Duke es mi casa, y así lo será mientras ahí ondee la bandera de mi hermano Julio.
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