Regreso del paraíso
Una semana en Innisfree merece estos apuntes. Para recordar los días de familia y amigos, esos que son familia.
Recorrimos kilómetros de una España atenazada entre el pasmo de sus dirigentes y el abuso de unos prestamistas que no prestan. Nos escabullimos entre la caliza para llegar sigilosamente al cuarto de estar del paraíso. Desde la ventana veo una puerta al futuro que no sabe dónde se detendrá. Los bobos cruzan las fronteras y dejan cabizbajos a los dueños de su legitimidad.
Buscamos la nieve y pisamos una pradera tapizada de cocido y mantas. El jefe del agua durmió la siesta sin dejar de hablar mientras dejamos que suavemente nos acunara el murmullo de unos niños que ensayan la felicidad.
Sánchez Bolín y el heredero se atrevieron a deslizarse por un invierno en vías extinción y recordar aquellos lances entre calcetines empapados, esquís naranjas y cocacolas enfriadas en tiempo real. Hace treinta años vi esquiar a mi padre con un anorak gris y ahora yo acompaño al heredero en un camino sin retorno desde la meseta de la nada hasta la montaña transparente, donde ambos somos de la Pola.
La multitud son siete niñas y el heredero. Son juegos de cartas y un columpio con asiento de red. Nosotros fuimos así hace años, cuando el capitán Blanco, que murió coronel, miraba por encima de unas gafas de pasta marrón. Dos niños y tres niñas ahora separados por dos SMS sin respuesta. El tiempo no quita ni da razones, solamente pone distancia entre el barco que zarpa y aquellos que lo despiden sin saber si el pasaje es de ida y vuelta. Los padres suspiran y los demás, a su lado, no conseguimos entender nada.
Estuvimos en Gijón, interpretamos un lío con la vuelta de un euro, volvimos a la pradera, bebimos sidra de espicha, comimos chuletones escondidos bajo nuestras carcajadas y diseñamos un regreso zurcido de incertidumbre y miedo.
Y así pasaron los siete días.
Recorrimos kilómetros de una España atenazada entre el pasmo de sus dirigentes y el abuso de unos prestamistas que no prestan. Nos escabullimos entre la caliza para llegar sigilosamente al cuarto de estar del paraíso. Desde la ventana veo una puerta al futuro que no sabe dónde se detendrá. Los bobos cruzan las fronteras y dejan cabizbajos a los dueños de su legitimidad.
Buscamos la nieve y pisamos una pradera tapizada de cocido y mantas. El jefe del agua durmió la siesta sin dejar de hablar mientras dejamos que suavemente nos acunara el murmullo de unos niños que ensayan la felicidad.
Sánchez Bolín y el heredero se atrevieron a deslizarse por un invierno en vías extinción y recordar aquellos lances entre calcetines empapados, esquís naranjas y cocacolas enfriadas en tiempo real. Hace treinta años vi esquiar a mi padre con un anorak gris y ahora yo acompaño al heredero en un camino sin retorno desde la meseta de la nada hasta la montaña transparente, donde ambos somos de la Pola.
La multitud son siete niñas y el heredero. Son juegos de cartas y un columpio con asiento de red. Nosotros fuimos así hace años, cuando el capitán Blanco, que murió coronel, miraba por encima de unas gafas de pasta marrón. Dos niños y tres niñas ahora separados por dos SMS sin respuesta. El tiempo no quita ni da razones, solamente pone distancia entre el barco que zarpa y aquellos que lo despiden sin saber si el pasaje es de ida y vuelta. Los padres suspiran y los demás, a su lado, no conseguimos entender nada.
Estuvimos en Gijón, interpretamos un lío con la vuelta de un euro, volvimos a la pradera, bebimos sidra de espicha, comimos chuletones escondidos bajo nuestras carcajadas y diseñamos un regreso zurcido de incertidumbre y miedo.
Y así pasaron los siete días.
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