Vega, año IV.
Cuarto año triunfal. Llegará, como todo, aquel en el que perdamos la cuenta. No importará, ni entonces ni ahora. Estaremos juntos de nuevo.
A sesenta kilómetros de Benavente supimos que estaban a seiscientos kilómetros de Benavente. Que había atasco en Bilbao y en Laredo. Llegaron tarde, con una empanada de morcilla ya estrenada y unas promesas de matrimonio adornando el bizcocho de chocolate y el de zanahoria. Empezamos a beber sidra en serio y planificamos la visita sin plan a los mercados, en la bruma del sábado.
Marmita de bonito a la riojana, por eso de los pimientos verdes, sardinas fresquísimas y criollos para la barbacoa bajo las estrellas y el pleno de nubes, y una fabada perfecta del Ingeniero Sánchez para el domingo. De los macarrones exprés no digo nada, ni de los embutidos que desaparecen en un vuelapluma tras volver de la playa, ni de los helados que viajan en bicicleta, ni de los mofletes rojizos, ni de la escoria que vuela desde la terraza, ni de otras tantas cosas que guardamos para nosotros en la hura de nuestros corazones. Los recuerdos adornan nuestros días, los locos quieren montar en globo y yo que los niños no paren de reír después del empujón de una ola.
La mesa es nuestro altar y nuestro refugio, un showroom de niños preciosos con las mejillas quemadas. Cien globos no bastaron para frenar la guerra incruenta que se libra con agua en vez de por el agua. El viejo coche plateado aparcó sus doscientos mil kilómetros para inundar de música la playa de hormigón de nuestra verbena privada.
Frank Bascombe se fue a Florida y en mi zurrón volvieron las Historias de Londres, insignificantes trazos que no pueden competir con lo que vivimos en Vega en esos tres días mágicos, frente a la mar verdadera, la del horizonte de nuestra amistad y de nuestras vidas, más entrelazadas que nunca.
El futuro es el aroma a manzana de unas brasas apenas apagadas. El hoy son quemaduras en las corvas y el brillo en los ojos de los niños, el resplandor de nuestro futuro.
A sesenta kilómetros de Benavente supimos que estaban a seiscientos kilómetros de Benavente. Que había atasco en Bilbao y en Laredo. Llegaron tarde, con una empanada de morcilla ya estrenada y unas promesas de matrimonio adornando el bizcocho de chocolate y el de zanahoria. Empezamos a beber sidra en serio y planificamos la visita sin plan a los mercados, en la bruma del sábado.
Marmita de bonito a la riojana, por eso de los pimientos verdes, sardinas fresquísimas y criollos para la barbacoa bajo las estrellas y el pleno de nubes, y una fabada perfecta del Ingeniero Sánchez para el domingo. De los macarrones exprés no digo nada, ni de los embutidos que desaparecen en un vuelapluma tras volver de la playa, ni de los helados que viajan en bicicleta, ni de los mofletes rojizos, ni de la escoria que vuela desde la terraza, ni de otras tantas cosas que guardamos para nosotros en la hura de nuestros corazones. Los recuerdos adornan nuestros días, los locos quieren montar en globo y yo que los niños no paren de reír después del empujón de una ola.
La mesa es nuestro altar y nuestro refugio, un showroom de niños preciosos con las mejillas quemadas. Cien globos no bastaron para frenar la guerra incruenta que se libra con agua en vez de por el agua. El viejo coche plateado aparcó sus doscientos mil kilómetros para inundar de música la playa de hormigón de nuestra verbena privada.
Frank Bascombe se fue a Florida y en mi zurrón volvieron las Historias de Londres, insignificantes trazos que no pueden competir con lo que vivimos en Vega en esos tres días mágicos, frente a la mar verdadera, la del horizonte de nuestra amistad y de nuestras vidas, más entrelazadas que nunca.
El futuro es el aroma a manzana de unas brasas apenas apagadas. El hoy son quemaduras en las corvas y el brillo en los ojos de los niños, el resplandor de nuestro futuro.
Etiquetas: viaje
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