por Raúl del Pozo
El Mundo, 10 de junio de 2.006 A pesar de su egolatría, los últimos seres interesantes son los escritores; de ellos no huyen los pájaros. En estos días he frecuentado a dos que adoro, un puto mileurista (Julio Valdeón) y un poeta sagrado, lo contrario a un maldito (Ángel Antonio Herrera). Julio se confiesa mileurista, de esos gachós que a los 40 años arrancan los bomberos de los brazos de sus padres, a los que en vez de matar, sableaban. Ya saben como son esos falsos pijos: muchos master, sobreabundancia de cualificación, 1.000 euros, del ala. Valdeón, para escaparse de su generación, se refugió en Nueva York, con la misma edad a la que Lorca descubrió que allí mataban cuatro millones de patos. Ángel Antonio, para no vivir arrastrado por la envidia, hizo dinero y fama en los programas del corazón. Ahora tengo en las manos su fascinante Arte de lejanías, donde se siente el abrazo, puñado de semillas de la gran poesía; «camarada –dijo Whitman– esto no es un libro, quien toca esto toca un hombre». Así es el de Ángel Antonio, engancha y templa el alma con su opio verbal, en una poesía cifrada, místico-laica, muy ahondada. «Doy rodeos de lobo hasta sitiar la soledad que soy, /y canto para nadie la cruel cordura / de haber amado y no haber muerto»; como Baudelaire tiene ya más recuerdos que si tuviera 1.000 años. Julio Valdeón se fue a NY con lo puesto, buscando a una mujer. Quiso ser un escritor con biografía de novelista. Caminó entre los borrachos cubiertos de periódicos y de setas. No encontró escarabajos borrachos de amor, sí halló una araña que hacía telares; cuando iba a pisarla le entró pena y ella siguió tejiendo la seda de la intimidad como la Scherezade de Las mil y una noche. Julio tiene fobia y alergia a las arañas y, sin embargo, ni la mató, ni se arrojó al vacío entre el huracán de palomas. Descubrió que la araña tenía los ojos verdes, era de color café y lucía un atractivo cefalotórax. Como llegaba a casa cocido de juntarse con hispanos que van detrás de los negros, creyó que estaba al borde del deliriums tremens, pero el médico le diagnosticó, enamoramiento. De eso hace nueve meses y la araña ha tenido cuatro arañitas; él jura que en ningún momento practicó bestialismo insectívoro. También allí hay críticos, guardianes del cementerio, anglo aburridos y suplementos culturales, pero él sobrevive, aprendiendo a escribir. Su novela Palomas eléctricas está escrita con una pluma capaz de arrancar los ojos a los cocodrilos. Es una novela coral, urbana, maldita, con muchas historias adyacentes, que convergen en una riada de greguerías y alucinaciones. Describe la repugnante vida provinciana de becarios frenéticos, a sueldo del presidente de la Diputación. Relata la vida de unas adolescencias alargadas hasta la náusea. Unos muchachos ahogados en el campo de concentración de la provincia mientras él sueña con NY, «puta tumultuosa, electrónica y mestiza».
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