31 enero 2011

Sánchez Bolín buscando a Houdini (y XI)

Escapé de las fauces de la nieve, salí de la garganta negra de la noche de Nueva York, dejé mi corazón hecho jirones cuando ví, otra vez, la cara del niño de cuatro años que anticipaba llorando cualquiera de nuestros regresos desde la ciudad gris.



Viví rodeado del frío que sólo los países ricos se pueden permitir. No lo sentí bajo mi atuendo multicapa, me acogió la chimenea de Fort Duke, bebí Laproaig en camiseta, comí carne de Ottomanelli’s guisada por las manos como palomas blancas, dormí poco y soñé más.
Hablamos mucho, entre las lianas de la inteligencia y el cariño, vimos a Dylan Thomas (Al demonio las estrellas, se dijo, y echó a andar hacia la oscuridad) mirando desde un cuadro.
Recorrimos la ciudad que fue promesa, que fue condena, que fue el insomnio, que tenía un tren que te llevaba al jazz, que se ilusionó cuando llegaban los barcos, que respiró libertad cuando no tenía ni nombre.
En los bares irlandeses descubrimos que las barras de madera de nogal admiten nuestra carne hispana, y que la cerveza reconforta y calienta retando los ochobajocero. Respiramos el aire que dejaron los poetas y los policías y los carniceros y los que soñaron, si quiera un minuto, con el dulce sabor de la paz y del reconocimiento.



Fort Duke tiene nombre de Duke, el perro que se estira para empujar su cuello contra mi mano. Compendio de bultos y proezas masticadas, tira de mí cuando acompaño a la dulce profesora con botas y a la princesa japonesa llamada Princess. Enguanto mi mano en una bolsa de plástico y me siento ciudadano perpetuo del fuerte donde, como en aquella casa que vive en mi destartalada memoria, siempre te reciben con una sonrisa.
En 6th Av. con la 46 está el cubo que señala la sede del Wall Street Journal. Si el cine en 3D no te jodió los ojos verás, unos metros más allá, el marcador que indica la deuda pública nacional de este paraíso. Yo pensaba que catorce billones era un número que sólo salía en la calculadora cuanto pulsabas de más el cero. No, es lo que el Estado debe a sus acreedores. 14.052.524.354.080 dólares, o bucks, como prefieran. A las catorce y cinco, hora de allí, del veinticinco de enero de este puto año. Queda para la estadística y para adornar este diario con unos numeritos.



Houdini hizo del escapismo un arte, espejo en el que los emigrados se miraron y pudieron entrever un futuro sin cadenas. Se mofó del espiritismo y luchó con bravura contra los truhanes que hacían negocio con las almas apesadumbradas. Y amó a su mujer, escribió libros, saltó a los ríos esposado y regaló evasión, regocijo e ilusión a sus contemporáneos. Fui a honrarlo al Jewish Museum, entre la nieve y los arcos de seguridad, y sentí el pálpito de una época en la que el futuro todavía se escribía con mayúsculas.



Llegó el último día. Nos atracamos en el Carnegie Deli, masticamos como dos depredadores en la cúspide de la cadena trófica, cogí un metro de la mano de mi cabezonería y crucé el océano.
Y llegando me di cuenta de que mi corazón se dejó un trozo en una isla llamada Manhattan, al norte de Central Park North, donde la piel es negra y la sangre que bombean los corazones es tan roja como la mía.

dedicado a J. y a M., que me acogieron
y a F., que me hizo volar

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