Sánchez Bolín buscando a Houdini (I)
El viaje, los viajes, tienen principio y final, salida y meta. Este viaje tendrá arranque y parada, su alfa y su omega, apertura y cierre. Aún no sabemos qué intervalo marcará en la traqueteada vida de este Sánchez Bolín. Tiempo hay de descubirlo. O no.
Abandono la ciudad gris y surco el cielo al encuentro de la tierra prometida. Busco a Houdini para comprobar si el valiente escapista hurtó a la muerte su dulce momento. Dice internet que yace bajo una lápida, en Brooklyn, al otro lado del viento que peina el East River.
En el avión leo a Pelecanos y después, entre la emoción y el éxtasis, escucho a MVM durante tres horas. Y comienzo a entenderlo todo, a decodificar la realidad como si fuera una cortina de cristal que nunca se empaña. Y veo la estafa, la pérdida, la brillantez, la valentía. Todo envuelto en un celofán dorado que apesta a melancolía. E intuyo otro final de la Historia enmarañado entre las algas de la pospospospos...modernidad, el tartamudeante eructo etimológico.
Julio y yo nos abrazamos vestidos de negro en cualquier aeropuerto, avanzamos en círculo sobre una senda de raíles y llegamos a Fort Duke para saludar a la dulce profesora con botas. Destacamento, refugio, casa, hogar, Fort Duke ofrece dos perros, un beso como una bufanda y albóndigas con tomate.
Salgo al frío amable de un jueves llamado veinte. Camino por Central Park y veo una reata de niños que surca la nieve soñando con un futuro que no pueden ni imaginarse. El colchón blanco amortigua los ruidos de la ciudad insomne y el parque es una isla, un escenario de la película que bulle en mi cabeza. Soy Dersú, soy Mateo Escandón, soy yo mismo. No hay tigres al acecho, sólo edificios brutales que forman un frente tan indestructible como moderno o premoderno.
Por cortesía de Steve Jobs, el cerrajero digital, hablo con Julio. Y llamo a Innisfree, donde se cobija mi futuro. Y la luz inunda la Apple Store de la calle Broadway cuando hablando con ellos redefino el significado de la palabra sonrisa.
Busco una acera espejo de hielo. Veo New Jersey. Me pregunto por Tony. Y regreso a la setenta y dos al encuentro de Julio para subirnos al arca de Noé como una pareja asimétrica y acorazada. Qué viva la langosta de Maine y el cangrejo de donde sea.
Después, la sobremesa paseada y las camisetas del Bada Bing. El bar de los McFadden y las Winter Lager, rozando la tragedia. El recorrido hasta el Masonic Temple para no ver un combate de boxeo que ya fue.
Y vuelta a Fort Duke, con un tobillo reclamando atención y una botella de Laproaig para aceitar el destripamiento del iPod y atemperar la emoción de Everywhere (what comes first/the country or the man).
Abandono la ciudad gris y surco el cielo al encuentro de la tierra prometida. Busco a Houdini para comprobar si el valiente escapista hurtó a la muerte su dulce momento. Dice internet que yace bajo una lápida, en Brooklyn, al otro lado del viento que peina el East River.
En el avión leo a Pelecanos y después, entre la emoción y el éxtasis, escucho a MVM durante tres horas. Y comienzo a entenderlo todo, a decodificar la realidad como si fuera una cortina de cristal que nunca se empaña. Y veo la estafa, la pérdida, la brillantez, la valentía. Todo envuelto en un celofán dorado que apesta a melancolía. E intuyo otro final de la Historia enmarañado entre las algas de la pospospospos...modernidad, el tartamudeante eructo etimológico.
Julio y yo nos abrazamos vestidos de negro en cualquier aeropuerto, avanzamos en círculo sobre una senda de raíles y llegamos a Fort Duke para saludar a la dulce profesora con botas. Destacamento, refugio, casa, hogar, Fort Duke ofrece dos perros, un beso como una bufanda y albóndigas con tomate.
Salgo al frío amable de un jueves llamado veinte. Camino por Central Park y veo una reata de niños que surca la nieve soñando con un futuro que no pueden ni imaginarse. El colchón blanco amortigua los ruidos de la ciudad insomne y el parque es una isla, un escenario de la película que bulle en mi cabeza. Soy Dersú, soy Mateo Escandón, soy yo mismo. No hay tigres al acecho, sólo edificios brutales que forman un frente tan indestructible como moderno o premoderno.
Por cortesía de Steve Jobs, el cerrajero digital, hablo con Julio. Y llamo a Innisfree, donde se cobija mi futuro. Y la luz inunda la Apple Store de la calle Broadway cuando hablando con ellos redefino el significado de la palabra sonrisa.
Busco una acera espejo de hielo. Veo New Jersey. Me pregunto por Tony. Y regreso a la setenta y dos al encuentro de Julio para subirnos al arca de Noé como una pareja asimétrica y acorazada. Qué viva la langosta de Maine y el cangrejo de donde sea.
Después, la sobremesa paseada y las camisetas del Bada Bing. El bar de los McFadden y las Winter Lager, rozando la tragedia. El recorrido hasta el Masonic Temple para no ver un combate de boxeo que ya fue.
Y vuelta a Fort Duke, con un tobillo reclamando atención y una botella de Laproaig para aceitar el destripamiento del iPod y atemperar la emoción de Everywhere (what comes first/the country or the man).
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