Hay que cortarte el pelo
Abril. La habitación ciento veintiséis es una pesadilla lejana, inexistente, increíble. El heredero y yo volvemos a Innisfree tras apretar la nieve con nuestros esquís. Nos refrescamos en Campomanes. En la casita blanca quedamos encargados de que la abuela María Flor, que me enseñó a leer, coma. Verduras rehogadas, un filete de ternera, Innesfree style, dos zoquetes de pan y un yogur griego.
El heredero graba un vídeo con la cámara de fotos. Tres minutos y once segundos. Ella huyó toda su vida de las cámaras, presumida, pensaba que no le hacían justicia. Tan cierto como su espectacular fotogenia. Poco a poco, año a año, con tesón de paparazzi, reunimos una buena colección.
Son las seis de la tarde, el horario es una entelequia de aburridos cartesianos de medio pelo. El sol entra feroz por la ventana de la cocina. El heredero acomoda la cámara en la mesa mientras Sánchez Bolín gira como aquellos derviches entre el fregadero y la vitrocerámica, un sacerdote sin dios en busca del momento en el que la vida, aún líquida, se convierta en ámbar, en el diorama de la felicidad que no se marchita.
La abuela come y charla. Hay una botella de Gatorade azul que pica espuelas en su mirada infalible. Blusa negra y bata estampada, charla y come. Hay que cortarte el pelo, le dice al menudo Scorsese. Le ofrezco mejor cuchillo para la autopsia del filete. Esti ye con el que yo corto siempre, dice. Sus manos prodigiosas cogen los dos cuchillos y tricotan sus filos.
Voy a despegar, anuncia el operador de cámara, sigue una breve secuencia por la casita blanca, una toma aérea, podemos decir.
Mis ojos son un charco de lágrimas. Me asomé a una secuencia de mi vida. Tres minutos y once segundos. El mejor resumen, el heredero, la abuela María Flor, que me enseñó a leer, y yo. Vestido de azul, como hoy. Ensopado de tristeza.
El heredero graba un vídeo con la cámara de fotos. Tres minutos y once segundos. Ella huyó toda su vida de las cámaras, presumida, pensaba que no le hacían justicia. Tan cierto como su espectacular fotogenia. Poco a poco, año a año, con tesón de paparazzi, reunimos una buena colección.
Son las seis de la tarde, el horario es una entelequia de aburridos cartesianos de medio pelo. El sol entra feroz por la ventana de la cocina. El heredero acomoda la cámara en la mesa mientras Sánchez Bolín gira como aquellos derviches entre el fregadero y la vitrocerámica, un sacerdote sin dios en busca del momento en el que la vida, aún líquida, se convierta en ámbar, en el diorama de la felicidad que no se marchita.
La abuela come y charla. Hay una botella de Gatorade azul que pica espuelas en su mirada infalible. Blusa negra y bata estampada, charla y come. Hay que cortarte el pelo, le dice al menudo Scorsese. Le ofrezco mejor cuchillo para la autopsia del filete. Esti ye con el que yo corto siempre, dice. Sus manos prodigiosas cogen los dos cuchillos y tricotan sus filos.
Voy a despegar, anuncia el operador de cámara, sigue una breve secuencia por la casita blanca, una toma aérea, podemos decir.
Mis ojos son un charco de lágrimas. Me asomé a una secuencia de mi vida. Tres minutos y once segundos. El mejor resumen, el heredero, la abuela María Flor, que me enseñó a leer, y yo. Vestido de azul, como hoy. Ensopado de tristeza.
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