07 abril 2008

Santiago

Quince mil kilómetros o una tortura sobre tres asientos. Un viaje dedicado a la arquitectura con el regalo de la conversación y el asombro. Entre el pasmo de mil peluquerías, de diez mil farmacias, de cien mil montañas.
Un pedestal elefantiásico para un pequeño libertador que observa desenfocado una ciudad que madruga entre demostraciones de aviones de última generación y colas en los CRS.
Retícula modernista y arquitectura a saltos entre los modos 2.0, la soberbia neoconquistadora y el gusto internacional y atrevido. Se buscan récords y se abren las puertas ventilando el orgullo y cambiándolo por un pragmatismo de principios de siglo, de este siglo que se adorna entre pitidos de Blackberrys, coches coreanos lowcost y la obsesión por la salud, ¡ay, la salud!
Con el pasado en una Casa reconvertida en atrio de la Cultura y el futuro en la mirada de dos niños, uno de ojos achinados y el otro con un suéter con escudo, Chile diseña un itinerario entre sábanas de cobre, centrales hidroeléctricas que descargan polémica y hospitales encamados sobre aisladores antisísmicos full equip.
La autopista Americo Vespuccio tiene un ritmo marcado por los pitidos que confirman el paso del peaje. Envuelve parte del corazón de Santiago, aunque la ciudad se desborda más allá de cualquier límite. Casas humildes y tapias medrosas. Academias para el acceso a la Universidad y ésta última en varias versiones. Ciudad para acomodados y ciudad para los que no lo son y casi no aspirar a serlo. Una mirada hacia Europa, ese recinto sin fronteras que vive ajeno a las macrociudades, futuro y destino de los habitantes del mundo. Un modelo para imitar, un diorama de museo, experimento de la protección social y un recinto de bienestar acotado para los que cobran en euros.
Sí, pisé las calles de Santiago. Tengo que volver.

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