09 noviembre 2007

Autobuses

Viajamos para ver autobuses naranjas. Vamos a la tierra del polvo rojo montados en un coche soberbio, blanco, flamante. En un bar unas señoras mayores desayunan con vino y nosotros hacemos el tonto con un café con leche y otro descafeinado, de sobre, por favor.
Trabajamos en una trinchera de monedas, bajo una cola con todos los ancianos del mundo, ante el esperpento de unos pantalones con estampado de cuadros. La comida tiene el atrezzo de un encuentro de viajantes de posguerra, desenfocado pero con sol y unas caderas brasileñas. Una vuelta, o un recorrido circular, no, mejor, un camino que se cierra sobre él mismo, con una salida a medio camino, y una entrada en la sobremesa. Me pierdo, me aturdo, los viajes se convierten en trayectos y el deambular errático tiene colores, paradas y una lanzadera. Aquí tampoco quieren las niñas ser princesas, prefieren una plaza de conductor, un convenio colectivo y la recarga del móvil asegurada.
Nosotros no sabemos qué queremos, pero cantamos a voz en grito mientras regresamos por el laberinto de la noche.

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