Casasola de Arión
En la iglesia de Casasola de Arión hay un hermoso Cristo del siglo trece, un descomunal retablo barroco y tres hermanas llorando la desdicha de sus vidas. Tienen los ojos claros, como de miel, desparramaron su entrega desde los catorce, trabajando y trabajando, haciendo más cómoda, ordenada y alegre la vida de los demás. Yo lo sé, mis hermanos pequeños y mis hijos también. Y se lo agradecen a su manera, con esos abrazos, con este cariño, con aquellas palabras.
El sábado nos reunió el funeral del hermano, en una congregación de personas mayores, algunas ancianas, ajenas a la moda y la tecnología, cantando como verdaderos ángeles, con ese Cristo enorme de espalda al altar mayor, quizá avergonzado por la placa dedicada a aquellos caídos que asombra en la puerta de la iglesia. Una placa egoísta, sólo para caídos por Dios y por España, como si los demás hubieran caído, caerán, caeremos por nada y para nada. No existe la muerte útil. Solo vidas devastadas, hermanas que lloran, recuerdos estorbados por el desenlace brutal que pesará como una losa sobre la evocación de una infancia quizá difícil, puede que preferida al resto del viaje por la Historia.
No te conocí, viajé hasta tu pueblo en un coche blanco, ví tus ojos en la emoción de tus hermanas, te ví acosado por tus demonios, escuché lo que ellas te querían, intuí lo que sufrirán a solas, calculando y recalculando su deuda contigo. El cura, que llevaba pantalones vaqueros bajo el aderezo funerario, te perdonó suavemente.
Regresamos en el coche blanco, chispea el agua, la noche estrangula. Un sábado, en Casasola de Arión.
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