28 septiembre 2007

Madrid

En Madrid espera el linaje del hombre de Peral y él mismo reconvertido en colchón algodonoso y moreno para la última en llegar. Traemos en el coche el silencio de los corderos y sabemos que por el túnel de Guadarrama llegan dos cajas de sidra de Menéndez. Un fin de semana para hacer nada, para encontrarnos de nuevo, para desparramar las risas y hacer titilar la sidra, para la torta del Casar, para esa tripulación de niñas que tiene por grumete a mi heredero, consciente del mérito de sobrevivir a un verano rodeado de mujeres.
El paseo por Boadilla nos trae un encuentro inesperado y anhelado con el hombre del escarabajo amarillo. Dos niñas tan risueñas como inquietas le sacan el unto a él y a su señora, a la vez que se catalizan los recuerdos del ¡tengo más!. La caña, ¡esa cerveza de Madrid!, es el tótem que nos reúne de nuevo para hacer inventario de los estragos de los días y los años. Nos proponemos otro encuentro para mañana que será pasado mañana o al otro. Después nos recogemos en una casa repleta de cables y cachivaches, acogedora y cálida, donde la empanada de morcilla es un aldabonazo de otro tiempo, una banderola ancestral para el comienzo de un fin de semana plagado de prodigios.
Un sol perfecto, sin mácula de nubes, con un Metro ligero resplandeciente por lo rojo y lo nuevo. Los leones del Congreso de los Diputados presumen de una generación que se sienta a sus pies y que es el futuro de España. Nos perdonamos todo en el fascinante mundo de la comida basura con el rabillo del ojo puesto en las Meninas y en el lechazo hecho chuletillas. Jugamos en el Metro como si fuera una pesadilla de la que hubiera que escapar, escalera tras escalera, con sus barreras y sus tornos, sus recodos y sus ángulos muertos. Hay una España nueva que viaja en Metro, que tiene el pelo crespo y negro, que mira con ojos azules y que tiene, a veces, la piel blanca, y otras, la piel morena; que suspira por los hijos que esperan allí, lejos, en Bolivia, Perú, Ecuador, Bulgaria; veo madres que rezan por sus hijos soldados de España, y en una tarde de sábado del mes de septiembre me doy cuenta de que vivo en un país que ya no es el que fue y que se convierte, a toda velocidad, en el que será, y que yo no conozco.
La noche es un festival a la parrilla, con su torta del Casar y todo, con la sidra, con nosotros en un jardín, en una sucursal del paraíso traído desde el norte, y mientras tanto el futuro juega en un alboroto de literas, juguetes y bostezos.
El domingo es una niña deshecha en la madrugada, una deuda pagada en inglés y un viaje de regreso a Fort Apache.

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