23 septiembre 2007

Treinta y pico

Son los años de mi hermana. En un hospital frío y blanco me subí a una cama y vi una niña a la que le dije quionquia. La primera mujer que conocí con ojos de dibujos animados, allí donde las lágrimas rielaban miedosas por el miedo a resbalar por las pestañas perfectas.
Dominadora de los juegos de mesa, pude ganarle al ajedrez mientras mis trampas pasaron inadvertidas. Su capacidad de concentración cambió embestidas de camiones por otra plancha más de un tebeo infantil. La montaña rusa no tiene secretos para ella y su sensibilidad es un prodigio de la naturaleza que veo también brillar en los ojazos de mi hija.
Siempre me quiso más de lo que yo imaginé, y también sus pesares son mis más grandes cicatrices.
Mientras las trazas de tía y sobrina se cruzan en estos días, ella surca los páramos tripulando unos pendientes, digo un escarabajo blanco, con su aire entre serio y despistado, siempre señorial y elegante, de otra época.
Sus manos son las de Juana, dos pañuelos blancos llenos de dedos largos y finos, mis manos son dos tortillas anchas y peludas y desde aquí le pido que se cuide, que nos siga queriendo y que estamos para lo que guste mandar.
Felicidades.