06 julio 2007

Veranos

Los mejores veranos empezaban con la mantequilla de Tonín y un bocadillo de tortilla de jamón al lado de un río antes de entrar en el paraíso.
Recuerdo el tic tac melodioso en la casona grande y el calor en la galería que miraba al sur. Una sinfonía de abejorros con camiseta blanca y amarilla se jugaba la vida en las flores rosiblancas que nacían en la negrura del carbón. El capitán Blanco, que murió coronel, me enseñó a distinguir el bien del mal y a atizar a los abejorros, alguna vez avisporros. Las horas del hombre de Peral practicando la prognosis del tiempo meteorológico con una pitillera de metal en la mano, y aunque la leyenda dice que en aquellos años llovía más que ahora, mis recuerdos son para las mañanas luminosas en las que apuntábamos a la playa de Aguilar o a las praderas de Vegarada. La caravana: un 850, el Citröen que tocara ese año y un SIMCA.
Tuvimos un cordero, un gato, pollos, un pato muerto entre mis manos y muchas tardes en el patio donde cenaba un murciélago a la luz del farol. Aparcamos allí bicicletas rojas, verdes y azules tras avisar de nuestra llegada agitando la anilla anclada en la pared. Con una confitería enfrente de nuestra casa y un poyete de piedra bajo la de Josefina pudimos dedicar horas de sueño a estropearnos las futuras costumbres nocturnas, siempre bajo la consigna de la invisibilidad silenciosa: ¡qué no se note que estáis!
Los olores, las texturas de los suelos, la humedad, el brillo del sol entre las persianas abatibles de la galería grande están esculpidos en la piedra de la memoria de la misma forma que la mesa de pizarra que estaba bajo la ventana del lavadero se quedó con los rastros del masaje tenaz que afilaba las navajas de Pepe, el tío descomunal y bueno que desayunaba cuando comíamos y comía cuando merendábamos. Nuestro cosmos tenía una palmera en el jardín y una granja de caracoles para agasajar a las gallinas. Había una casa de herramientas adornada con telarañas y oscuridad, un desván magnífico y bolas estriadas en la escalera. La tienda de Lila con un cuchillo para cortar el bacalao, promesas de golosinas y un teléfono negro en la esquina del portal. La puerta de casa abierta todo el día y un despacho de madera cuya prueba más dura incluyó después las palabras Metalotecnia y Regulación Automática III. Madrugones para subir el pienso a Tuiza, cuentas atrás al acercarnos a la piscina, propinas en la galería pequeña. Una escalera de madera bruñida con las subidas y bajadas de siglos. Hubo una escuela de andar en bici en el almacén, una piscina fracasada en el barro y una batalla perdida contra las hormigas a golpe de gasolina. Golpes en las rodillas, un comisario a tiempo parcial y una declaración de intenciones: ¡yo, sola!
El resto de los días, los anteriores y los posteriores a estos, era el colchón que protegía el verano de las amenazas del invierno, el curso escolar y las ciudades inhóspitas. Los veranos de ahora, un anhelo de aquellos.

Dedicado a mis veranos con J., Mª E., Mª A. y Mª I.