18 julio 2007

Por Madrid

El lugar de las vacaciones infantiles de Semana Santa y Navidad es estos días escenario frecuente de mis barrigazos profesionales. Esto no obsta para que el surrealismo campe tranquilo por mis días.
Me llegan los ecos de una revuelta en Rueda a costa de unas torres de alta tensión y mientras se me escurre una definición sobre la transposición regular de líneas eléctricas. Adelanto un velero sin velas que navega sobre una góndola y los ojos escrutadores de un radar fijo me miran escondidos tras un abrigo de flores amarillas.
En el barrio de Salamanca me pongo un casco y cabalgo con el hermano pequeño para entregar unos papeles imprescindibles. El asfalto y el adoquín son nuestras praderas y el premio es una comida con Ana entre humo y aire acondicionado y con salmorejo para tres, segundo a elegir y piña, sandía y un poco de tarta como postres. Una evocación divertidísima, con acento cantonés, para el acupuntor chino que banderillea trapecios tras consultar el diccionario español-chino. Después paseamos hasta la calle Serrano, donde aguardan mis quehaceres, con unas risotadas a la salud del novio chorizo de la tonadillera blanqueadora.
El regreso a Fort Apache incluye un suspiro rojo llamado Ferrari, una programación radiofónica anodina y una parada en boxes para maximizar El espíritu de Pavese en un ordenador con teclado de letras borrosas.