27 agosto 2012

Lunes



Salgo a entregar unos papeles. Aviso de mi visita y aún así no me espera nadie. 
El edificio oficial está en una zona demasiado residencial. Tardo en encontrar un bar donde pasar un rato hasta intentar de nuevo la entrega. Se llama no me acuerdo. Pido un café y lo pago, así podré irme cuando quiera, sin esperar. La fachada del bar es abatible y está abierta, como en una semiterraza. Tomo el café, leo twitter, pienso. El sol calienta mi espalda con tibieza.
Entra un señor menudo, fibroso, trabajado. Son las diez menos cuarto, se pide una caña. Paseo mi vista por el local. Algunos carteles de promoción turística, el panel de control de una porra futbolera, propuesta de menú especial para las ferias, máquinas robaperras y así.
Llega una mujer joven, pide café y cruasán sin pasar por la plancha. Termino el café ya frío. Vuelvo a la calle. 
Un hombre lanza una pelota de tenis a un dálmata, a un beagle y a otro perro de raza que no recuerdo. Se acabaron los perros cruzados, mestizos, arrabaleros. 
Todos no, quedo yo.