12 noviembre 2008

Mundos

Llueve a ratos. Los neumáticos cantan sobre el asfalto y las dudas se esfuman como una flecha lanzada a un sol que se apaga. El invierno es cierto y las carcajadas de mis hijos orlan estos días de espera. Escriben periódicos, imparten clases de flauta y piden de postre tartita de la bisabuela. La chica de la mirada oceánica y yo deambulamos por Twin Peaks, esa ciudad decorada con madera de abeto y donde todo es lo que parece, una fachada de cartón/yeso que no disimula las dobleces del alma. Necesito ciento setenta y dos minutos para ver Heat de nuevo. No los encuentro. A duras penas comparto con Frank Bascombe el dibujo de un mundo que se derrumba. Despreciando refundaciones fantasiosas, la realidad es un padre que suspira sabiendo que su hijo no está en Afganistán, es una niña que prefiere la muerte a otras ofertas, es una mujer que duerme en la acera.
En Fort Apache vivimos en un mundo de lana, con un pasillo que es una selva de goles. Un lugar caliente, luminoso y alegre. Fuera sopla el viento, el frío escarcha las plantas y el cielo por las mañanas es una fotografía hiperrealista de un futuro apenas intuido.