18 agosto 2008

Viaje por Quirós

N. y yo emprendemos viaje en una taciturna tarde de sábado. Nuestro destino es el Tejo de Bermiego, en el concejo de Quirós. Un recorrido emocionante, sentimental y hermoso.
Arrancamos en Pola de Lena. Partimos solos, no hay compañeros para este viaje. Armados con una cámara de fotos de pilas exhaustas y con la configuración desarmada por manos infantiles, llevamos también un par de prismáticos y la guía no escrita de una singladura mil veces soñada, mil veces trazada, mil veces recorrida. Muñón fondero y la Soterraña, una postal de ingenieros belgas, los de los palacios azules. Alcanzamos la pista que hace las veces de suplente a la carretera desventrada, nos asoma a Llamo y a las minas de Rioseco. Una terraza lluviosa para imaginar el siglo diecinueve, para admirar los árboles que rompen techumbres, para esbozar otra excursión en sábado. Entre la niebla encontraremos el valle de Peral, llegaremos al once. En la siguiente curva, la panorámica interpretada. Desde Cortes hasta el Gamoniteiro, Cienfuegos, la ermita de la Virgen de Alba, un tapiz de bosques, praderas y siebes, de pueblos al sol, de amenazas de lluvia. Bermiego, y un tejo descomunal que asoma por nuestros lados cuando nos fotografiamos satisfechos y sonrientes. Esperando que salgan enanos, orcos, elfos y hobbits aparecen trasgos, xanas, cuélebres y otras mágicas criaturas autóctonas, puede que hasta la güestia. La copa del árbol es cúpula de un palacio vegetal y sereno que ofrece vías de escape al día/día frenético y alienante. La ermita está bien cuidada, con una devoción que no entiendo. Está separada del pueblo y se llega por una autopista de hormigón que en el desvío anterior al cartel explicativo muestra la verdadera cara de estos caminos, frío, humedad y barro. En el soportal tres adolescentes blasfeman bajo los flequillos filete, y yo me pregunto dónde quedó el estupor ante la serenidad de la naturaleza, ante la armonía de la arquitectura del dieciocho, ante la verdad de la piedra y la madera. Las niñas no quieren entender nada y se conforman con una portada con un mohín de aburrimiento. Aunque acaben de cumplir los quince y sus tormentosos sueños no les permitan comprender qué se esconde bajo la sombra de un árbol de mil años, prefieren la estulticia de estos tiempos modernos a la sencillez de una vida con memoria y con Historia.


Paramos cien veces en la carretera y en San Pedro de Arrojo y su albergue. Ante un llerón gigante compartimos una cerveza fría como Burton y Speke mientras oteamos dos riscos que no nos convencen como ruinas de castillo. En el llerón la ribera tiene un lindero arbóreo, perfecto, sombrío, acogedor. Nuestro interés es la caseta blanca que alojó un transformador y que es el contrapunto industrial al descolgado ábside la iglesia de San Pedro, junto al palacio de la casa de Quirós.
Con la música que Howard Shore escribió para el anillo enfilamos hacia Lindes, el refugio de Mateo Escandón. Nada más arrancar, un cargadero restaurado es refugio de ciclistas y el portal de una catedral mercantil y laica que se derrumbó en los años sesenta del siglo veinte.


Seguimos una carretera que es para nosotros y nuestro entusiasmo. En una curva vemos una pasarela sobre el río, dos troncos con unos rudos peldaños. Nos tiramos del coche y bajamos a una estampa del bosque asturiano, con las piedras cubiertas de musgo, el ruidoso silencio de unos animales que no sabemos si acechan y el fulgor del agua pura titilando mientras las ortigas nos escriben una picante dedicatoria en los antebrazos.


Obviamos Cortes y llegamos a Lindes para escoger casa. No hay duda, la del gran portalón al lado de la iglesia, donde una vez imaginé a Mateo y a Carmela esperando la sombra de la noche y el fuego de la mirada.


Regresamos entre una procesión de vacas, salvando de la fotografía imágenes para nuestro exclusivo recuerdo, sin el riesgo de la posteridad, planeando futuros que no existen, deseando volver allí, a Quirós.


dedicado a N., experto en relojes, esquiador y amigo

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