Fuerza y ternura
Pepe. Tío Pepe. Lo dije alguna vez, el tío descomunal y bueno. Desde hace días su recuerdo borbotea en mi cabeza levemente magullada y cinco veces remendada. Su bondad, tan desproporcionada como su fuerza, su sentido del humor y su socarronería están cosidos con trazo firme en las entretelas de mis primeros quince años.
Era el elemento impar de cinco hermanos, a medio camino entre mayores y pequeños. Comía cuando merendábamos y merendaba cuando terminábamos la cena. Veo sus manos, limpias, fuertes, firmes; la espalda de John Wayne bajo la guayabera gris; el arsenal de bolígrafos junto a la libreta de espiral. El ojo congelado y la media sonrisa que espera tras el dardo recién lanzado. Una montaña de cariño que cruza un río en invierno para ganar una apuesta que luego no se cobrará.
Lo vi sacar a pulso un coche atascado en el barro y lo soñé sufriendo tras el accidente en Marruecos; oí el llanto de su madre y el grito de su hermana. También lo escuché cantar en árabe falso con dos cebollas a la cintura y el pescuezo rojizo por el sol del alto de Quirós.
Sí, también me enseño prodigios. Muchos. Por aquel ojo entre las nubes abrirá la tarde. Y así fue, una tarde esplendorosa. En Tuiza bebí leche recién hurtada a una vaca pacífica. Tenía las llaves de todas las casas de las aldeas del concejo. Nunca fui mejor recibido que cuando crucé con él los umbrales de aquellos hogares donde dejó un sello inolvidable de afecto, bonhomía y desapego. Estuve en el tribunal y en el bodegón, conocí la andoya y me emborraché de Kas de naranja. La colección de navajas que nos enseñaba con una mezcla de orgullo y timidez, ese imán que entretenía a aquellos niños que lo admirábamos y queríamos. En mi caso, desde la tarde que pasé sentado en su pétreo muslo sin haber cumplido todavía dos meses.
Cuando hablan de aura quizá se refieran a eso, a aquella luz que me regaló el sol que asomaba tras él después del chaparrón, paseando hacia la Vega del Ciego. Allí, al trasluz, lo entendí. Se puede ser fuerte y esparcir ternura. La de Pepe, nuestro tío Pepe.
Era el elemento impar de cinco hermanos, a medio camino entre mayores y pequeños. Comía cuando merendábamos y merendaba cuando terminábamos la cena. Veo sus manos, limpias, fuertes, firmes; la espalda de John Wayne bajo la guayabera gris; el arsenal de bolígrafos junto a la libreta de espiral. El ojo congelado y la media sonrisa que espera tras el dardo recién lanzado. Una montaña de cariño que cruza un río en invierno para ganar una apuesta que luego no se cobrará.
Lo vi sacar a pulso un coche atascado en el barro y lo soñé sufriendo tras el accidente en Marruecos; oí el llanto de su madre y el grito de su hermana. También lo escuché cantar en árabe falso con dos cebollas a la cintura y el pescuezo rojizo por el sol del alto de Quirós.
Sí, también me enseño prodigios. Muchos. Por aquel ojo entre las nubes abrirá la tarde. Y así fue, una tarde esplendorosa. En Tuiza bebí leche recién hurtada a una vaca pacífica. Tenía las llaves de todas las casas de las aldeas del concejo. Nunca fui mejor recibido que cuando crucé con él los umbrales de aquellos hogares donde dejó un sello inolvidable de afecto, bonhomía y desapego. Estuve en el tribunal y en el bodegón, conocí la andoya y me emborraché de Kas de naranja. La colección de navajas que nos enseñaba con una mezcla de orgullo y timidez, ese imán que entretenía a aquellos niños que lo admirábamos y queríamos. En mi caso, desde la tarde que pasé sentado en su pétreo muslo sin haber cumplido todavía dos meses.
Cuando hablan de aura quizá se refieran a eso, a aquella luz que me regaló el sol que asomaba tras él después del chaparrón, paseando hacia la Vega del Ciego. Allí, al trasluz, lo entendí. Se puede ser fuerte y esparcir ternura. La de Pepe, nuestro tío Pepe.
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