09 abril 2007

Abril

Arranca el mes con los ochenta y nueve años más centelleantes que hayan visto los siglos. Olor de primavera y sol, descorche de viajes y encuentros, un rumor de calefacciones para los momentos irrepetibles que saboreará Andrés. Buscamos el horizonte calizo y con ese objetivo atravesamos la tierra y pisamos la nieve. Encontramos refugio en Canuto, allí donde el corzo observa impávido, relajado tras su muerte acaecida hace mil años. El pasillo es un slalom de estufas que culmina en la fábrica de empanadas. Metros cuadrados de hojaldre pavimentan el camino de los sueños, éste que silueteado con casadielles y borrachinos marca la frontera con el verdadero hogar, el que brota debajo de la mesa camilla. El heredero resiste como puede el empuje femenino y yo subo al cementerio a dar novedades. Salimos de la boca del lobo para meternos en la del fraile. Cierran unos chigres y abren otros, pero no existe aquel que atienda a veintisiete personas sin que las banderillas queden colocadas en lo más alto. A pesar de todo, lo pasamos bomba saltando de mesa en mesa, quitándonos el pan, invitando a vino, escamoteando las sillas, asistiendo al espectáculo de los bofetones que nacen de la esperanza. Después, asalto a la panera, frente al palacio del marqués de San Feliz, para hacer inventario digital de lo que somos y de lo que seremos.

Me traigo las vistas desde la atalaya gris. Últimamente sólo hablamos de muertos y de niños. Repasamos las edades una y otra vez para detener el tiempo. Cuatro, cinco, siete, ocho, trece, treinta y nueve, cuarenta y dos, setenta y ocho, ochenta y dos, ochenta y nueve. Por la noche no se escucha el reloj, quedan los suspiros infantiles tras el record mundial de descenso de tobogán, una vez más con cubito y radio intactos.


Los niños rezongan tristones mientras construimos el regreso. Han descubierto el paraíso.

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